En 1505, Fernando el Católico y Felipe el Hermoso firmaron un acuerdo para privar a Juana I de Castilla, Juana la Loca, de todos sus derechos, afirmando que no hacerlo "sería la total destrucción y perdición de estos reinos según sus enfermedades y pasiones que aquí no se expresan por la honestidad". Era la conjura de un padre y un marido contra una mujer indefensa, que pese a todo, sería presa de la desolación tras la repentina muerte de Felipe en septiembre de 1506.

Con el propósito de conservar los extensos dominios de su difunto esposo para que su hijo Carlos los heredara intactos, Juana se retiró a un convento cerca de Burgos y, a partir de 1509, a Tordesillas, donde permanecería hasta su muerte en 1555. A Fernando, su progenitor, le dejó gobernar Castilla a su antojo y utilizar todos los recursos disponibles. Sin embargo, la respuesta que recibió Juana fueron malos tratos en forma de azotes con una cuerda, tal y como recordaría su carcelero.

En 1516, poco antes de morir y a consecuencia del deterioro de su salud, Fernando el Católico dictó un nuevo testamento en el que, aunque reconocía a Juana como su heredera universal, afirmaba que "según todo lo que de ella habemos podido conocer en nuestra vida, está muy apartada de entender en gobernación de reinos, ni tiene la disposición que para ello conviene". En base a esto, nombró "gobernador general de todos los reinos al ilustrísimo príncipe don Carlos, nuestro muy caro nieto, para que en nombre de la serenísima reina, su madre, los gobierne, conserve, rija y administre".

Pero lo cierto es que la situación de Juana, en lo que a tratamiento se refiere, no cambió con la coronación del nuevo emperador. Su hijo, según explica el hispanista Geoffrey Parker en su última obra, Carlos V (Planeta), "perpetuó el mundo ficticio, lleno de falsedades, creado para Juana por su padre. Incluso después de que los líderes comuneros expusiesen la realidad a Juana —que Fernando y Maximiliano I estaban muertos—, Carlos la siguió manteniendo confinada en Tordesillas; y cuando la iba a visitar echaba mano de sus posesiones".

Uno de estos episodios se registró en 1524, justo antes de casar a su hermana pequeña Catalina —que lleva prácticamente toda su vida confinada con Juana— con el rey de Portugal. "Carlos pasó un mes en Tordesillas apropiándose de tapices, joyas, libros, objetos de plata e incluso vestiduras litúrgicas de la colección de Juana para que sirvieran como parte de la dote de su hermana (y así evitar tener que pagarla él)", escribe Parker. "También se llevó 25 kilos en objetos de plata y 15 en objetos de oro de los aposentos de su madre, que utilizó para financiar el viaje de Catalina a Lisboa (llenando cuidadosamente los cofres vacíos con ladrillos de un peso equivalente, con la esperanza de que su madre no se diera cuenta de que sus hijos le habían robado)".

Este comportamiento y otras mentiras encadenadas a lo largo de su vida, son un claro ejemplo para el hispanista estadounidense de que Carlos V, a pesar de desplegar una valentía admirable en el aspecto físico, fue un cobarde en el terreno de lo moral. Otro trabajo de María José Rodríguez-Salgado, profesora emérita de historia en London School of Economics, ya se manifestó en este sentido: "Cuando examinamos sus relaciones con otros miembros de la familia, vemos que mostró poco afecto por ninguno de ellos —hacia su esposa Isabel de Portugal, por ejemplo, demostró el mismo amor que desconsideración—; la característica más sobresaliente era su deseo de controlarlos". A algunos de ellos los trató "con profunda desconfianza, a veces cercana a la paranoia".