En 2012, el Festival de Cine de San Sebastián coronaba al director francés François Ozon por la espléndida En la casa, un juego de miradas, de espejos, de historias dentro de historias. Del poder de mirar y observar, y una deconstrucción de la clase media alta. La película ganaba sin problemas la Concha de Oro, y se convertiría en una de las más exitosas del realizador. En la casa adaptaba, y ahí residía parte de su brillantez, el texto del dramaturgo español Juan Mayorga, una de las voces más importantes e interesantes de nuestro teatro, y creador de obras maestras como Alejandro y Ana o Hamelin.

Su texto se llamaba El chico de la última fila, y aunque ha tenido numerosas adaptaciones, ahora llega a Madrid una que sabe especialmente bien, ya que une a Mayorga con Andrés Lima. Ambos, amigos y colaboradores en los tiempos de Animalario, adaptaron el texto del escritor para la Sala Beckett de Barcelona el año pasado, y ahora, tras la pandemia, consiguen traerla al Teatro María Guerrero de Madrid, donde se podrá ver hasta el 8 de noviembre. Con ella el CDN continúa mostrando músculo de la mejor forma posible en una temporada atípica y complicada.

El resultado de esta nueva adaptación es brillante, incluso más que la versión cinematográfica. La complicidad de Lima y Mayorga se nota, y su adaptación es un juego constante donde se mezclan diferentes planos de ficción. La historia que vemos, la que nos cuentan, lo que miran, lo que no vemos… todo se junta gracias a una puesta en escena que con pocos elementos consigue ser original y envolvente. Una cortina traslúcida, una música inquietante, y unos intérpretes perfectos para contarnos esta historia sobre un profesor de literatura en un instituto que se ve atraído por las redacciones de uno de sus alumnos. Unos trabajos en los que cuenta cómo, poco a poco, va introduciéndose en la casa de uno de sus compañeros.

Los protagonistas de El chico de la última fila.

En esta historia hay muchas capas. Se habla del poder de contar historias, de la fascinación de mirar y no ser visto, de la admiración a lo que no tenemos, del choque entre adolescentes con todo por descubrir y adultos revenidos que creen que han visto todo. Pero por encima de todo eso destaca el brutal retrato de la clase media con aspiraciones que realiza Mayorga y que Lima potencia con su versión. Una mirada ácida, crítica, a unos personajes apáticos que sólo viven para aparentar, para ser más. Una casa más grande, un negocio en China… Burguesitos de medio pelo con ganas de ser ricos.

Pero su feroz radiografía no es simplona. No se limita a destrozar a esa familia que ve el baloncesto, no sabe de arte y lee ¿Quién se ha llevado mi queso? Pone un espejo para que todos nos miremos en ellos. La mirada del joven acaba volviéndose sobre el propio profesor, que mira por encima del hombro a los chalés burgueses mientras él pertenece a la misma especie. Una realidad gris, marcada por decepciones. Por no ser lo suficientemente bueno, pero con la superioridad moral para creerse mejor que los que escriben catálogos de arte o ven la NBA. También una mirada al machismo de dos hombres que anulan a sus mujeres y se ríen de sus deseos y aspiraciones.

El chico de la última fila supone, además, una especie de reencuentro de aquel Animalario que tan buenos momentos regaló a la escena española. No sólo está la dupla Mayorga y Lima, sino que han juntado a Alberto San Juan para dar vida a ese profesor hastiado y pasivo agresivo, y a Guillermo Toledo, que vuelve por la puerta grande al teatro para bordar su papel de cuñado padre de familia y ‘hombre hecho a sí mismo’ que necesita seguir subiendo escalafones en una sociedad en la que se aburre. A su lado una brillante Pilar Castro, otro reencuentro de la compañía, y el joven Arnau Comas como el amigo del protagonista.

Pero el centro de la obra es él, Guillem Barbosa, el joven actor que repite el papel que hizo en Barcelona y que brilla en un rol complejo y lleno de pliegues en el que emociona con unas escenas de baile que rompen la narrativa y que en su cuerpo encajan a la perfección. Es un agujero negro que absorbe todas las miradas del espectador. Una mezcla de fragilidad y picaresca con la que camela a los protagonistas y a la audiencia. Un chico de la última fila perfecto para un texto brillante.

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