Probablemente no haya nada mejor que hacer, cuando bombardean tu ciudad en medio de una Guerra Mundial que puede acabar con la Humanidad, que meterse en un teatro para reflexionar un par de horas y media sobre si es más importante la música o la palabra. Sic itur ad astra ("así se va a las estrellas"), que recuerda La Roche, uno de los personajes de Capriccio, de Strauss, al reivindicar su trabajo como director de teatro. 

Los espectadores que el 28 de octubre de 1942 acudieron al Staatsoper de Múnich debieron de salir alucinando de la sala. Richard Strauss había compuesto una ópera que se interrogaba sobre los ingredientes mismos del teatro, que es tanto como hacerlo sobre la propia esencia humana. Una ópera sobre la ópera sin heroicas marchas militares para levantar la moral, soflamas nacionalistas ni críticas al "arte degenerado". Pero con muchas indirectas. Todo en base a una idea de Stefan Zweig situada en las afueras de París en 1775. 

Casi ochenta años años después, Capriccio se sigue representando más bien poco. La última ópera de Strauss sigue sin ser una obra convencional y, por eso, podría extrañar su elección para poner el broche al segundo centenario del Real. Sin embargo, los espectadores que acudieron al estreno de esta nueva producción del Teatro Real salieron alucinando, probablemente por motivos diferentes en torno a esta audaz apuesta. Algunos no sabían exactamente por qué, pero presintieron que estaban ante un acontecimiento. 

Todo funciona en esta nueva coproducción con la Ópera de Zurich: un reparto excelente, en lo musical y en lo actoral, una dirección de escena brillante, contundente y elegante, y una dirección musical que prueba los avances de la orquesta titular del Teatro Real, la Sinfónica de Madrid, demostrando personalidad y calidad. Es raro escuchar a la orquesta tan en su sitio, tanto tiempo y aportando tanto. En este caso, bajo la batuta de Asher Fisch.

Operas al corazón

"¿Dónde están las obras que hablan al corazón del pueblo, las que reflejan su propia alma? Solo me contemplan pálidas y estáticas. ¡Se burlan de lo antiguo pero no crean nada nuevo! ¡Yo quiero que mis escenas se llenen de personas! ¡Personas iguales a nosotros, que hablen nuestro mismo lenguaje! ¡Sus penas deben conmovernos, y alegrarnos sus alegrías! ¡Venga!", dice el personaje que representa al director de teatro. 

Capriccio es una reflexión sobre qué es más importante, si la palabra escrita o la música. Por lo que transmite, por lo que dice o deja de decir. Se personifica en un compositor, Flamand, y un poeta, Olivier, que suspiran por el amor de una condesa incapaz de decidir entre ambos. La reflexión se hace carnal y, en ese sentido, se llena literalmente de personas, con penas y alegrías que contagian al público en forma de comedia romántica. Al final, no es posible elegir entre una cosa y otra, porque hacerlo supone una pérdida irreparable. Y porque no hay necesidad. Para eso está la ópera.

La condesa, junto a ella misma de mayor. Javier del Real / TR

 

Lo que hace Cristof Loy, el director de escena de Capriccio, es muy serio. Para empezar, por el acabado. No hay nada al azar en Capriccio, comenzando por la inquietante pregunta sobre el paso del tiempo que construye introduciendo a dos nuevos personajes, la condesa de niña y de mayor, en sustitución del espejo original. Sin hablar dicen más que muchos cantantes de otras óperas tras horas de extenuantes arias. La figura del mayordomo, testigo y espía y finalmente un actor más que busca su línea en la última escena. La localización y la estética tampoco pasan desapercibidas, con una mezcla entre el ambiente original y la modernidad de nuestros días, algo que expresa bien tanto el paso del tiempo como una radical contemporaneidad. Por no hablar del inquietante cuadro (o espejo, quién sabe, con manchas que parecen simular una calavera) o los criados, vestidos de blanco como si fueran marionetas o peones de ajedrez, una posible evocación burlona de la dominación. 

Nada al azar

Los cantantes están brillantemente dirigidos, en cada movimiento y en cada mirada, aportando una gran solvencia a la producción. Es increíble que un argumento sin argumento, unos juegos de salón adinerado, ayuden a conformar una trama tan sólida y perceptible, tan honda. Malin Byström se revela como una condesa perfecta, tanto por su calidad vocal como por sentir el papel hasta el tuétano, un realismo poco habitual para un personaje que se escapa de cualquier arquetipo. 

Christof Fischesser, el bajo que da vida al director de escena La Roche, está majestuoso en su largo monólogo, toda una reflexión sobre el arte y la ópera que no puede pasar desapercibida para el que le guste el género. Pero Norman Reinhardt (el músico Flamand) y André Schuen (el poeta Olivier), también están en su sitio. Hasta los cantantes italianos, que generan una muy oxigenante distensión con una escena ágil que funciona al milímetro. 

"¡No hay engaño! El teatro nos descubre la misteriosa realidad. Nos vemos reflejados en su espejo mágico. ¡El teatro es la conmovedora imagen de la vida!", dice la condesa. Se puede programar Capriccio y que salga mal. El riesgo es evidente. El Real ha decidido colocar este intrigante testamento de Strauss, ya mayor cuando la escribió, al final de la temporada como parte de sus conmemoraciones por el 200 aniversario de la institución. Tampoco aquí hay nada al azar.

Pero este Capriccio difícilmente podría salir mejor, como un homenaje al género, una exquisitez al servicio de cualquier paladar interesado que nadie esperaba encontrar en el Real. No sólo se trata de una extraña y feliz sorpresa sino un éxito indudable de sus responsables, presentado casi como quien tira (o se le cae) un papel al suelo. Claramente, no hay nada mejor que hacer que buscar dos horas y media de ópera en un Madrid que, ochenta años después, también sigue siendo bombardeado a su manera.