Un pintor, decía Eduardo Arroyo, vive en un estado permanente de crisis por treinta y siete mil motivos diferentes. Las inquietudes de cada persona son un vasto océano, enorme, infinito; pero cuando el tiempo comienza a contarse al revés, a todos los seres les asalta el mismo miedo: la cercanía del final, del último suspiro, la muerte. Por eso el genio del arte pop se preguntaba, durante su etapa postrera, cuándo iba a pintar el último cuadro.

Eduardo Arroyo, artista rebelde, creador radical, falleció el pasado 14 de octubre dejando dos obras inacabadas, dos lienzos huérfanos con un retrato de la escritora Ágatha Christie y una cabeza de Stalin —La Bella y la Bestia, se iba a titular este, una nueva fábula política—. Él sabía que no podría conocer la respuesta de aquella pregunta que tanto se repetía —"¿cuándo pintaré mi último cuadro?"—, pero sí todo aquel que se acercara a su obra.

Compuso Arroyo El Buque Fantasma entre junio y agosto del pasado año en su taller de Robles de Laciana, León. Pintaba por las noches, cuando las fuerzas ya le flojeaban, pero lo terminó a su antojo, siguiendo su mente libre, empapándolo del significado que él quería. Fue ese su último cuadro completo, redondo; un mar por el que navega un submarino con ruedas escoltado por caballitos; una composición que contrapone los colores primarios y el amarillo con las incontables máscaras de Fantômas, el personaje creado por escritor francés Marcel Allain.

'El Buque Fantasma', de Eduardo Arroyo.

Es otra fantasía literaria, inspirada en la leyenda del marinero maldito que Richard Wagner transfirió a la música en su ópera Tristán e Isolda; un jeroglífico más en la muestra homenaje a Arroyo, Premio Nacional de Artes Plásticas en 1982, que acoge el Pabellón Villanueva del Real Jardín Botánico —hasta el 17 de marzo— y que bebe del mismo misterio presente en obras anteriores. Porque al artista madrileño le encantaba esconderse detrás de un disfraz, estar y no estar, como dice su mujer.

La exposición, Eduardo Arroyo: El Buque Fantasma, reúne un conjunto de 38 obras entre pinturas y esculturas producidas desde el año 2000. Se trata de un corredor deslumbrante de materializaciones del proceso creativo, una inmersión en el mundo del artista y sus obsesiones, donde la melancolía se mezcla con el humor, la sátira. Basta para darse cuenta de esto con contemplar lienzos como La guerra de los mundos o Piensos Unamuno.

Vista de uno de los pasillos de la exposición homenaje a Eduardo Arroyo en el Jardín Botánico.

La obra de Eduardo Arroyo, un lector voraz y apasionado, es un collage de personajes literarios, de guiños a escritores rebeldes como James Joyce, Cervantes, Balzac o José Zorrilla. Porque la escritura, decía, ayuda a vivir, mientras que la pintura, a morir. Él soñaba con ser escritor, pero halló en la pintura su particular manera de escribir; y se convirtió así, espoleado por su inconformismo, sus ganas de reventar el sistema, en uno de los exponentes más destacados de la Figuración Narrativa.

En la década de los 50, Arroyo abandonó la hosca España del franquismo, la del "paraíso de las moscas", como él la definía, para embarcarse en un viaje de dos décadas por Europa. A la vuelta, su pincel retrató todos los tópicos patrios y acabó trazando fantasmas, murciélagos, máscaras, gatos negros... Tal vez como reflejo de ese pavor a no saber cuál sería su último cuadro. El Buque Fantasma ya conduce a Eduardo Arroyo hacia un lugar insospechado mientras nosotros lo contemplamos sin poder preguntarle qué quería decir.

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