Vermeer ha cambiado la historia de la televisión el día en que Reed Morano, directora y creadora de la serie The Handmaid's Tale (HBO), decidió que las habitaciones de la casa de los Waterford debían ser reflejo de la angustia de su protagonista y de esa vida sometida, imaginada por Margaret Atwood en su extraordinaria novela homónima. Cuando Colin Altkinson, el director de fotografía de la serie, presentó a la directora las escenas castrantes del pintor del Siglo de Oro holandés, en las que se sirve de las estancias como laboratorios para elogiar lo cotidiano y, sobre todo, desvelar la estrechez a las que habían sido confinadas las mujeres, Morano quiso esa densidad de atmósfera, ese silencio asfixiante y esas vidas oprimidas de los cuartos de aquellas burguesas del siglo XVII.

Hace casi cuatro siglos Vermeer creó esa pintura narcótica que retiene la atención en los detalles y en la espontaneidad de unos personajes sorprendidos en el interior de su vida común. No hay grandes momentos históricos, ni apóstoles celebrando el mensaje de dios. Vermeer se convirtió en el dios de las pequeñas cosas para acabar con el dios de las alturas. Hegel lo llamó “fusión total de la pintura con lo profano y lo cotidiano”.

Ni De Hoch, ni Frans Hals, ni Ter Borch, ni Steen, ni Rembrandt, ni Vermeer convierten el barro en oro, no quieren que te entusiasmes con dulces ilusiones. No quieren que te tragues una pintura de héroes dorados, ciclados y con poca ropa. En la pintura holandesa, lo excepcional es lo cotidiano y poco a poco irá bajando el volumen de la manera caravaggesca, el gesto dramático y la acción teatral, hasta dejar a la pintura sin temas.

La joven de la perla y la protagonista de The Handmaid's Tale.

El equipo del Cuento de la criada vio en el silencio y la intimidad de las habitaciones de Vermeeer el espacio perfecto para colocar el yugo y la violación a la que es sometida Offred (Elisabeth Moss), confinada al hogar de la élite gobernante, que la maltrata y la usa para perpetuar su clase. Ese cuarto oscuro y tamizado por un haz de luz es la sala de máquinas de un Estado teocrático y muy poco fértil. Ahí está la paradoja tan llamativa de esta apropiación estética: Vermeer se encargó de aniquilar todo rastro divino de la historia de la pintura, alejó sus óleos de las dobles lecturas, los símbolos y las metáforas urdidas en colores, animales y joyas que aparecían en la escena por arte de gracia para hacerle un guiño al espectador cristiano.

Gloria a lo real

No. Vermeer se negó a arrancar a sus personajes de la prosa de la vida y mantuvo su fidelidad a lo accidental, a lo que los grandes maestros precedentes habían sacado de la escena por insustancial, feo y barato. Entregó la pintura a la glorificación de lo real y viceversa, la glorificación de la pintura a través de lo real. Porque a Johannes Vermeer no le interesó tanto el mundo de los hombres como el de la pintura. Y eso caló en The Handmaid's Tale, cuya segunda temporada se recrea aún más en los planos fijos, en los cuadros móviles, en la densidad de las estancias, en el silencio y la creación de los personajes sin urgencia.

La tasadora de perlas (1662-66), de Vermeer.

Son cuadros rodados. La serie se ha apartado de las estridencias, de la palabrería, de la acción y se ha centrado en construir desde el talento visual, desde los espacios, los objetos y la luz. Ellos conducen el relato mudo de la opresión. Gilead sólo era posible gracias a Vermeer y sus composiciones estáticas, encuadres fuera de línea y mucho aire. El enfoque naturalista de la nación del futuro de The Handmaid's Tale es un calco de las pinturas del siglo XVII. Además, Gilead tampoco es EEUU antes de Gilead: para rodar los tiempos pretotalitarios, Reed Moran hace flashbacks con una cámara que no para, con planos más movidos y subjetivos.

Una atmósfera especial

La profundidad de los planos diseñador por Morano es absolutamente pictórica. Las capas de luz que el pintor lograba con las veladuras de los pigmentos al aceite, en la serie se lanzan siempre desde el exterior para marcar el tenebrismo del interior. Dentro sólo hay oscuridad y totalitarismo. Watkinson ha reconocido en una entrevista que Vermeer ha sido una referencia a la hora de componer los planos decisivos, las escenas de la soledad de Offred: “Los antiguos maestros revisaban la pintura una y otra vez para construir la luz y eso eso lo que traté de hacer”.

La muchacha del collar de perlas (1662-66), de Vermeer.

Pero Morano ha conquistado algo que Vermeer no hizo al fundir retrato y circunstancia. La diferencia entre una escena de las de Vermeer y un retrato cualquiera es que en las primeras, la persona representada está al servicio de lo que hace. En los retratos, por el contrario, es la circunstancia la que está al servicio de la persona. Bien, aquí, en la serie de HBO, se funden. Cuando Offred se sienta en el borde de la ventana -¡la ventana!- de su habitación, el espectador descubre la angustia y el sometimiento de la protagonista, mientras se señala la ausencia de quebranto porque no tiene escapatoria a su modo de vida. La directora Reed Morano fulmina en The Handmaid's Tale con la diferencia entre lo que la persona es y lo que la persona hace.