Qué bella se ve a Calisto abandonada al abrazo de Diana, que acerca a la joven casta sus labios sin pudor y su piel libre de ropa. El pintor francés Jean-Baptiste-Marie Pierre descubrió hace casi tres siglos a las dos mujeres, un instante antes de entregarse ambas al apasionado encuentro del que la primera saldrá mal parada, porque la segunda, en realidad, es Júpiter disfrazado. Pero el pintor se olvida de la muerte, la venganza y la traición que vendrán después, prefiere recrearse en el delicado fuego del encuentro y dejar a la posteridad un delicioso coito homosexual, que cuelga en el Museo del Prado, zona Rococó. 

Excitar la imaginación, perturbar la razón. Para eso nacieron los museos hace más de un siglo y medio, un lugar de culto en el que no hay que arrodillarse a rezar si no es para adorar a las uñas roñosas de los personajes de Ribera. En el museo están las heridas que no pasan de moda. Uno entra en uno para ver lo que no queremos mirar y salir alterado. Dulce sadomasoquismo. Todo lo que somos desde hace siglos y no queremos reconocer, cuelga de las paredes a la vista pública, preparado para afectar su seguridad moral. Porque en los museos lo que se expone no son los cuadros, sino usted, querido visitante

Calisto y Diana, de Jean-Baptiste-Marie Pierre. Museo del Prado

Pasa desapercibido, pero Carlos III quiso quemarlo y lo mandó lejos de Palacio por considerarlo lascivo. Ella se agacha a recoger una manzana dorada, que él acaba de lanzar para entretener su carrera y poder vencer la carrera que le librará de la muerte y le desposará con ella. En meta, Venus decide convertir a la pareja en leones y tirar de la diosa Cibeles. Pero en el maravilloso lienzo de Guido Reni algo no cuadra, sus sexos están invertidos: Hipómenes es un héroe afeminado y Atalanta, princesa de Arcadia, masculinizada. Demasiado para un rey con tendencias totalitaristas, habitual en la historia del arte.

El lugar de las dudas

Han pasado los siglos, pero el ciclón de la moral entumecida vuelve a levantar un vendaval de ignorancia, que trata de ocultar la libertad de creación y de expresión bajo una montaña de tabúes. El arte es la imagen invertida que desvela la hipocresía de la corrección. El arte altera, agrede y trastorna. El arte es lo que desquicia la normalidad. “El arte reside en el lugar de las dudas”, dijo Álvaro Perdices, comisario junto a Carlos G Navarro de la exposición La mirada del otro, el día que se inauguró en el Museo del Prado, subrayando el hecho de que en un museo uno sufre un accidente en cada cuadro.

Domenico Tintoretto (el hijo de Jacopo) pintó esta cortesana. Museo del Prado

El arte son dos putas venecianas, con los pechos al aire. Las llaman cortesanas honestas porque colgaban de palacios y acabaron en museos. La más famosa de las dos retratadas es Verónica Franco, bella, inteligente, escritora y amante del monarca francés Enrique III. La pintó Domenico Tintoretto (el hijo de Jacopo), sin atender tanto a la sutilidad, como en el erotismo. El Museo del Prado expone a las dos mujeres cerca de La bacanal de los Andrios, de Tiziano, donde los dioses celebran junto a los humanos la fiesta del vino en la isla de Andros (la favorita de Baco, imagina), un niño orina, otro alza una jarra y hay una partitura en la que se lee: “Quien bebe y no vuelve a beber, no sabe lo que es beber”. Y, abajo, a la derecha, una ninfa con una cogorza descomunal, se ofrece vulnerable al espectador, completamente desnuda. 

Un acontecimiento sensorial

El maestro Ángel González, catedrático de Historia del Arte, defendía los museos como lugares de recreo. Proponía que se olvidaran de esa “descabellada” idea de convertirse en lugares de conocimiento y continuaran con su labor de “acontecimiento sensorial”. Por eso adoraba la bacanal de Tiziano, en la zona más caliente del Prado y de las más visitadas. Un poco más adelante está Dánae, que recibe desde hace siglos (1560) la lluvia dorada (Júpiter, de nuevo), mientras se acaricia su sexo plácidamente.

Dánae recibiendo la lluvia de oro, de Tiziano. Museo del Prado

Los museos trabajan con el intelecto de todas ellas, pero hurgan en su sensibilidad, por eso el día en que la neoyorquina Mia Merril entró en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York y se encontró con la vecina adolescente de Balthus, chocó con la diferencia. Y en los museos no hay airbag. Estas instituciones se exponen al gusto estético y moral de millones de personas y el miedo de Mia Merril no soportó el hecho de que alguien pensara, sintiera y mirase distinto a como ella lo hace. Reconoció que no solía ir al MET y debió de creer que un espacio público construido por la comunidad es lo mismo que el patio de una empresa, en la que se acatan las leyes que el empresario dicta sin consenso. Es decir, Mia pensó que estaba en Facebook y que su denuncia podría acabar con el cuadro del inquietante pintor. 

La moral Facebook

Facebook puede cerrarte la cuenta si difundes la famosa obra de Gustave Courbet, El origen del mundo (1866). Son sus reglas, aunque tenga que argumentarlas ante un tribunal francés. En la red social de Mark no se pueden colgar imágenes que contengan desnudos. Por eso le ha aplicado el derecho de admisión al pintor Juan Francisco Casas y le ha dejado a oscuras su provocativa obra hecha con un boli Bic. Porque Facebook no es capaz de diferenciar entre la desnudez, la pornografía y una obra de arte. Y su ignorancia está calando más allá.

El placer es también una razón para la existencia de los museos. Un placer que no se consume, que se consuma. Un placer que es un pecado a la vista de quienes siguen mirando con la lascivia de las religiones. En un museo, provocar el placer; ruborizar los gustos. Es un empeño por hacer habitable el mundo, por encontrar el consuelo de la libertad de quienes siglos antes quisieron dejar un mensaje para los del futuro: no estás solos. 

Violencia infinita

Facebook también cortaría la luz a quien usara las Tres gracias de Rubens, que cuelgan de la galería central del Prado, un pasillo que no atiende a los remilgos ni los paños calientes. Ahí está también una de las experiencias más gore del recorrido, Saturno devorando a su hijo. Y la truculenta escena del banquete de Tereo (1636), cuadro que encierra una historia con la que el periodismo subido de tono amarillo tiene sueños húmedos. 

El banquete de Tereo, de Rubens. Museo del Prado

Rubens ha elegido el acto final, tan dramático y cruel como una coronación de espinas. Filomena entra en la estancia donde se encuentra el rey Tereo, al que muestra una bandeja con la cabeza cortada de un niño. Es la de su hijo Itis, degollado por su propia madre, la reina Procne, que ha sabido que su marido ha violado a su hermana Filomena y le ha cortado la lengua para que no pueda dar cuenta del abuso. Procne ha hecho un guiso con el cuerpo de Itis para Tereo, lo ha servido en el banquete y al rey le ha gustado. Rubens descubre al rey dándose por enterado. 

Los aludidos indignados en los museos, como Mia Merril, son como Tereo, disfrutan del banquete pero no reparan en lo que están comiendo hasta que no descubren la cabeza de Itis o a la adolescente retozando de Balthus. Lo evidente ha cegado la metáfora, por eso el problema no es lo que ven sino lo que han dejado de mirar. Al menos, Carlos III sabía lo que miraba, aunque su estrechez le impedía seguir mirándolo. El dos de mayo o la lucha con los mamelucos (1814), de Goya, es la pintura más violenta del museo. Esta mañana han parado delante del cuadro decenas de grupos de alumnos. Uno de ellos lee una tarjeta y se lo explica al resto. Combate callejero sangriento contra las tropas de la guardia imperial francesa. Hay navajazos y cuerpos heridos de muerte entre la multitud que pelea.

Violaciones públicas

Cerca de allí aparece otro hito amenazador: la violación de las hijas del Cid por los condes de Carrión, episodio que sirvió de excusa a los pintores de historia del siglo XIX para probar habilidad en el dominio del desnudo femenino… Dióscoro Puebla fue uno de ellos. Ha colocado a las dos mujeres maniatadas, semidesnudas y amarradas a un árbol, en los robledales de Corpes, donde fueron abusadas y abandonadas por sus esposos. Al fondo se les ve huir. Quizá el recreo estético no deje ver la denuncia de la violación.

Las hijas del Cid, de Dióscoro Puebla. Museo del Prado

Por eso el arte es ahistórico y transhistórico, porque va más allá de su época o de lo que representa. Por eso el Arte repele la Historia, porque del Arte no sale la Historia. Ni de la Historia el Arte. Dice de nosotros y de ellos cosas que la Historia ni menciona, ni se atreve. Que la violación de dos mujeres ni es mentira ni es ajena a la actualidad. Mientras el Arte ama a la verdad, la Historia la traiciona. Aunque la moral de Facebook no se sienta expuesto ni alterado en la galería central del museo.