La libertad cabe en una cajita de música, aunque parezca un ataque de ñoñería. Tiene el tamaño perfecto para el bolsillo y así hacerla cantar en privado cada vez que alguien trate de socavar nuestra voluntad. Es muy común utilizarla en el ámbito laboral contra jefes fuera de sus casillas y compañeros, y suele ocurrir que su uso precede al finiquito. Está forrada -para que sea infalible del todo- con La libertad guiando al pueblo (1830), del pintor romántico Eugene Delacroix, conservada en el Museo del Louvre, donde se compra el souvenir más revolucionario de todos (por 8 euros).

Al accionar la manivela suena La Marsellesa… imagínense. “No fue compuesta para oyentes que estuvieran tranquilamente sentados, sino para ser coreada por guerreros. No se compuso para que la cantara una soprano o un tenor, sino una ingente multitud. Fue el entusiasmo lo que le dio vida”, escribió Stefan Zweig sobre el himno compuesto con las tripas, en 1792, por Claude-Joseph Rouget de Lisle el capitán de ingenieros de la guarnición de Estrasburgo.

La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, en el Louvre.

El regalo, comprenderán, es una bomba de relojería, un antídoto de andar por casa para recordarnos que, en-alguna-parte-no-sé-dónde, tenemos dignidad. La caja está pensada para hacer de nuestra indignación algo productivo, como cuando el doctor Bruce Banner se volvía todo Hulk o el doctor Jekyll muy Hyde. Ese momento en el que el intelecto muere a manos del corazón, dejamos de pensar en la-hipoteca-el-cole-de-los-niños y nos entregamos sin condiciones a un trastorno disociativo de la identidad que nos hace ver como lo más normal del mundo este corte de mangas a la máxima autoridad de la que depende nuestro salario.

Modere la precaución

La cajita debería llevar un “lea todas las instrucciones detenidamente antes de utilizarlo”. Algo que dejara claro que eso tan insignificante es explosivo. Como los museos, castrados pero inflamables. Paseamos por sus galerías mirando sin saber qué tragamos, tragamos sin saber qué miramos. Son grandes centros de “cohesión social”, abiertos para amansar a las fieras, alcanzar el consenso, lograr la estabilidad e instaurar la calma chicha. De sus paredes cuelgan torpedos que garantizan los riesgos para prevenir de una vida fácil. En la entrada debería indicarse: “Modere su precaución, por favor. Visítenos más a menudo”.

Antes de que la mirásemos con ojos de imán de nevera, antes de que fuera un capítulo decisivo en el manual de la Historia del Arte, ¿qué era La libertad guiando al pueblo? Me pregunto si logró convertirse en una pintura capaz de hurgar en la dignidad de la sociedad de la que nació. Eugène Delacroix (1798-1863) pintaba con la intención de lograr que “un cuadro sea una fiesta para la vista”. ¿Fue alguna vez la pintura una fiesta para el corazón, una pócima que transformara al espectador? Hoy la miramos como un animal disecado (como La carga de los Mamelucos, Guernica, El fusilamiento de Torrijos...).

El Guernica, de Pablo Picasso, en el Museo Reina Sofía. Efe

En vida le criticaron porque su destreza y la materia acababa con el tema. Que lo suyo era pintura y nada más. Y el pintor se revolvía como podía: “Cuando pinto un buen cuadro, no escribo un pensamiento. Esto es lo que dicen. Le quitan a la pintura todas sus ventajas. El escritor dice casi todo para que le entiendan. En pintura, se crea un puente misterioso entre el alma de los personajes y el espectador”. Haga caso a Delacroix: cuando vaya al museo, no mire pintura, haga sonar la cajita de la revolución.