Las palabras son armas y no sólo de imágenes viven los museos, que tampoco hacen ascos a las falsas. Como el retrato de William Shakespeare, el mito fantasma. Esta dichosa idolatría nuestra no soporta la ausencia del disidente del icono. Así que le hemos puesto una cara y un anillo en la oreja. Un fantasma no es inconveniente para un museo que vive de los retratos. Al contrario, para el centro que presta toda su atención en la colección exclusivamente de retratos es importante tener en la tienda una amplia gama del producto Shakespeare.

Los asnos están hechos para cargar y tú también

Sí, estamos en la National Portratit Gallery de Londres, uno de los lugares más divertidos del mundo, y como en el resto de museos, la sección de papelería es mucho más grande que la de los libros. La lectura pierde espacio. Se lo quita el chiste, el ingenio, el humor, el sarcasmo y el escarnio. El insulto: “Hueles a cabra”, dice una de las chapas que me traje de allí. Las venden en paquetes de cuatro y son los improperios más correctos que se pasaron por el florete del bardo. Todo lo que hizo fue sobresaliente, pero insultando es matrícula de honor. Ahora, cuatro siglos después, nos cuesta más. Preferimos ponerle a nuestras relaciones leche de soja para digerirlas mejor.

El retrato de William Shakespeare atribuido a John Taylor, en la Portrait Gallery.

A las entrevistas de trabajo suelo llevar dos chapas en la solapa, una que dice “New Slave” (Nuevo esclavo), sobre fondo naranja (muy bien con una chaqueta azul); y la de “I do desire we may be strangers” (Deseo que seamos unos extraños). De momento, funcionan. No sé qué tal sentaría el “lame pies”, de La tempestad. Tiene Shakespeare una versión menos sutil del “nuevo esclavo”, que es manteca colorá para los empresarios: “Los asnos están hechos para cargar y tú también” (en La fierecilla domada).

La versión amable de las chapas de insultos.

Hay chapas de despedida sin finiquito, pero todavía no se han hecho. Este sayonara jefe estaría muy bien: “Ten, incestuoso, asesino y maldito danés, ¡bebe esta poción!” (en Hamlet, claro). El más digno: “¡Fuera! Eres veneno para mi sangre” (en Cimbelino). Una para llegar a las manos: “Tu rostro es como febrero, lleno de escarcha, tormentas y nubosidad”, en Mucho ruido y pocas nueces. El flemático lo encuentras en Enrique IV: “Tienes unos atributos de lo más insípidos”, y te levantas después de firmar tu renuncia y te marchas con tu caja de cartón a rebosar.

El insulto es lo más cercano que llegaremos a estar de la verdad sin fertilizante

No se ha vuelto a insultar como en época isabelina. Fue la edad de oro del insulto y pasó, por más que alguno se empeñe en darle brillo matutino al dial, con verborrea de segunda. La ofensa hace cumbre con El rey Lear y en la vehemencia de Kent, que al encontrarse con Oswald le demuestra su cariño: “Pues os conozco como bribón, que se alimenta de sobras, como un canalla vil, engreído, hueco, miserable, un tres trajes, un cien libras, un mugriento, de medias de lana, un cobarde que busca pleitos pero jamás pelea, un hijo de puta, que no deja de contemplarse en el espejo, un lameculos, canalla remilgado, esclavo que posee un baúl por toda herencia, que se prostituye como sirviente...” El otro, muy remilgado, le responde: “Bonito monstruo”.

El hombre no es tan malo después de todo, si sabe insultar. El insulto es lo más cercano que llegaremos a estar de la verdad sin fertilizante. La verdad es como los tomates del súper, así que demos gracias a Shakespeare y a los museos por dejar que el maestro nos insulte desde nuestra nevera. Nos tiene fichados.

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