Esperanza Parada es un fantasma. La historia del arte español se olvidó de ella cuando decidió dejar secar sus pinceles, para proveer a su familia de un salario y a su marido de la libertad mínima para dedicarse de pleno a la escultura, “sin tener que estar sometido a la presión de las obras por encargo”. Así, Julio López Hernández se convirtió en un referente plástico del realismo madrileño y su esposa en secretaria de la galería Juana Mordó. Así fue como Esperanza confirmó el estereotipo de cuidadora que imperaba en los años sesenta, la “mujer que la sociedad franquista esperaba de ella, relegando su vocación a un segundo plano para asegurar la trayectoria artística de su marido”.

La obra de ambos ha vuelto a juntarse estos días en la exposición que el Museo Thyssen-Bornemisza dedica al grupo liderado por Antonio López. Esta parte de la vida de la pintora queda excluida, como también el álbum de fotos con el que Esperanza reconstruyó su vida desde la infancia hasta antes de su matrimonio, su vida como pintora. Ahí queda reflejad la trayectoria truncada de la pintora, que hoy sería invisible sin este trazo de aquella a la que no se le permitió tener trazo.

El modelo de sometimiento y docilidad femenino era contestado por la cultura visual popular, principalmente la mujer de Hollywood que se presentó en las pantallas

No es un álbum fotográfico familiar, es un antídoto contra los fantasmas. La artista empezó a montarlo entre 1975 y 1982, entre la muerte de franco y la primera victoria electoral del PSOE. Compró unos forrados en piel marrón con el filo de las hojas ribeteadas en oro. A su hija Marcela le sorprendió que eligiera un estilo tan clásico y tan diferente a los que se manejaban en su casa, plastificados y con hojas autoadhesivas.

Álbum fotográfico de Esperanza Parada, sin fecha.

No es el típico álbum, es otra cosa. Las fotos van pegadas directamente sobre las 46 hojas, repletas de imágenes en las que . “Trató de hacer pasar un álbum construido en la segunda mitad de los setenta por un objeto más antiguo o al menos buscó, a través de su estilo clásico”, cuenta la historiadora María Rosón, que acaba de publicar un Género, memoria y cultura visual en el primer franquismo (Cátedra), en el que recorre la experiencia íntima de la identidad de la mujer en la dictadura.

“La memoria y el olvido tienen funciones terapéuticas, y una de ellas es reconstruir el pasado para que el presente sea menos doloroso”. El presente de Esperanza era abnegación y entrega a su marido y sus dos hijas. El pasado, la representación de la artista que fue. Aparece en su estudio, pincel en mano, rodeada de sus amigas, enfatizando la vida en comunidad, un refugio en el que la alegría pone a salvo a las cuatro. Amalia, Gloria, Coro y ella.

El rígido modelo

A pesar de que se resistió al prototipo de mujer franquista al salir a trabajar con la galerista de renombre, Esperanza cumplió con el rígido modelo de la feminidad propugnado por el rodillo ideológico del dictador, siempre en marcha gracias a la Iglesia católica, la legislación y la Sección Femenina. No había lugar para la mujer más allá del matrimonio, la maternidad y la domesticidad. En la trampa terminó cayendo Esperanza.

Formación política en el patio del Castillo de la Mota, 1944.

El riguroso estudio de María Rosón sobre la imagen de la mujer franquista -en el periodo que cubre de 1938 a 1953- descubre que el modelo de sometimiento y docilidad femenino era contestado por la cultura visual popular, principalmente la mujer de Hollywood que se presentó en las pantallas con permiso de la censura. La sociedad de consumo aterrizaba y arrastraba la sensualidad bajo control del régimen. A pesar de todo, los valores de la domesticidad de las mujeres marciales, masculinas, responsables y abnegadas, que atienden su trabajo de forma disciplinada son el referente.

El estereotipo se modela desde uno de los lugares más escalofriantes de la memoria franquista: el castillo de la Mota, en Medina del Campo, piedra angular para la creación de la nueva mujer española. Allí se adiestraban los mandos de la Sección Femenina, que eran educadas en un ideario basado en la domesticidad e iban por los pueblos tratando de implantar una manera de ser, el estilo de la “Nueva España”.

La casa de la Sección Femenina, el hogar de la “gran familia falangista”, se combinó con un diseño historicista “que remitía al 'glorioso' pasado imperial y un funcionalismo moderno, eficaz para sus usos como escuela, donde también hubo lugar para los enseres sencillos de la vida rural local”. Para Pilar Primo de Rivera era “un bellísimo proyecto, respetando las líneas primitivas, pero sin olvidar a un tiempo las exigencias modernas, para que fuera posible vivir y trabajar en él con sentido y eficacia”. Para recuperar el espíritu había que empezar por el mobiliario.

Una mujer gloriosa

“La sola contemplación de sus murallas y de sus torres, del paisaje que lo rodea, constituye la lección más alta de las virtudes cristianas y españolas de austeridad, de abnegación y de ternura en que fue tan rica el alma de la gran reina”, dijo Franco en referencia a Isabel la Católica, el día de la inauguración del castillo, el 29 de mayo de 1949.

Álbum fotográfico de Esperanza Parada, sin fecha.

Desde el siniestro emplazamiento se asentó el modelo hegemónico de la identidad de la mujer “esposa y madre abnegada”, mientras que el prototipo falangista masculino era el de “monje soldado”. Pero desde la maquinaria de la cultura visual de los medios de comunicación no aparece la imagen del sexo débil, dice María Rosón, sino mujeres fuertes. La historiadora destaca la fortaleza de la mayoría de ellas, que “tuvieron que enfrentarse a la posguerra y lo hicieron con valentía y determinación”.

Como Esperanza Prada y la reconstrucción de su vida una vez llegó la democracia. Como no podía ser de otra manera, el álbum de la pintora frustrada acaba con un viaje a Roma acompañada por su amiga Amalia Avia. Un final de película.

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