Acaban de morir de nuevo los escritores de la generación del 98. Porque acaba de morir el último periodista que intimó con ellos. Marino Gómez-Santos (Oviedo, 1930) se ha ido como llegan las noticias: de forma brusca, inesperada. Se cayó, ingresó en el hospital... y todo se complicó.

Marino iba a ser entrevistado hoy en TVE. Su no-entrevista es justicia poética. Nos priva de esa memoria que tanto tiempo estuvo ahí, junto al brasero; sin que reparásemos en ella. Quise entrevistar a Marino hace poco, en el Café Gijón, donde coqueteó con el Olimpo de las letras. Lo dejé pasar. Llegó la pandemia... y ahora su muerte. Me quedan las notas en la libreta de nuestras dos últimas conversaciones, pero las leo y me saben a poco. Languidecen ante todo lo que pudo haber sido y no fue.

¡Marino iba al cine con Azorín! ¡Marino visitó durante semanas a Baroja para transcribir sus obras completas! ¡Marino tomaba café todos los días con César González-Ruano! ¡Marino conspiraba con Cela! Y Marino ya no está. Jamás volveremos a coger el tren camino de la verdad literaria. Sus ojos, operados de cataratas, pasearon por los amores, envidias, odios y grandezas de la Literatura.

Marino Gómez-Santos fue un joven que se presentó en el Gijón a principios de los cincuenta con un libro sobre Clarín prologado por Gregorio Marañón. Se arrimó a aquel hombre de bigote alfonsino que escribía compulsivamente sobre el mármol: el oscuro Ruano. Fue su mentor, le descubrió los recovecos de la columna y lo introdujo en el gremio de la tinta y el delirio.

"¡No sé cómo tienes el alma tan blanca después de haberme frecuentado tanto!", le decía César. Y él sonreía... al mismo tiempo que anotaba. Marino acababa de publicar Ruano en blanco y negro (Renacimiento, 2020), donde descubre algunos de los pecados más truculentos de su maestro.

Antes de irse, ha dejado escrito el abandono de Ruano a su familia, la sensualidad con la que hablaba de las piernas de su hija y la insensibilidad con la que escribía el auge del nazismo. Sólo alguien como Marino sabía que César razonaba de esta manera cuando se enfrentaba al folio en blanco: "Durante la ocupación alemana de Bélgica y Holanda, me tocó presenciar verdaderas masacres humanas. Todo esto me dejaba insensible. En cambio, me era relativamente fácil hacer una buena crónica sobre un reloj de Ámsterdam que, colgado de un edificio en ruinas, seguía marchando".

"Marino, tú tienes las llaves de mi submarino", le decía Ruano. Y Marino ha dejado la compuerta cerrada. En su libro, no da cuenta del pecado más grave de César, que fue encarcelado por la Gestapo en el París ocupado y que, después, sería acusado de colaboración con los nazis y de 'vender' a los judíos.

-¿Qué pasó exactamente, Marino?

-Casi lo fusilan.

-¿Por qué?

-No insistas. Lo sé, pero no lo quiero decir.

Marino y César no acabaron bien. Se enfadaron cuando a Ruano le quedaba poco por delante. El silencio de Gómez-Santos es la prueba de que hay lealtades que el tiempo no es capaz de diluir. Y eso, tratándose de escritores, es todo un canto a la esperanza.

Camilo José Cela, que era vecino de Ruano en Ríos Rosas, le decía a Marino: "¡No te juntes tanto con el marqués!". Porque en la España de la posguerra ya se susurraba mucho sobre los avatares del "marqués" en la Francia de los cuarenta.

Cela y Ruano, por cierto, dejaron de ir al Gijón debido a un libro de Marino sobre el café. Un texto similar -con más datos aunque literariamente inferior- a la crónica de Umbral. Gómez-Santos lo contó todo y los dueños del establecimiento se enfadaron. Una noche se sentaron en la terraza Marino, Ruano y Cela. No les servían. Entonces, Cela llamó a la policía para quejarse. Imagínense la escena en pleno Paseo de Recoletos, a ojos de todo el mundo. Al final, claro, les atendieron... pero fue la última vez.

Marino lo sabía todo sobre todos. Gregorio Marañón, Azorín, Santiago Bernabéu, Severo Ochoa, Cela, Ruano... pero había uno por el que sentía especial debilidad: Pío Baroja. Gracias al autor del Zalacaín, pude conocer a Marino.

Andaba yo escribiendo un libro sobre don Pío -titulado La otra vuelta del camino, con prólogo de Andrés Trapiello-. Me dijeron que Marino Gómez-Santos era, entre los vivos, quien más y mejor había tratado a Baroja.

Pedí su teléfono en la redacción. Nadie lo tenía. Uno de mis jefes me dijo que a Marino se le entrevistaba poco porque era "gafe". Pensé que era una coña, pero resultó cierto. Dos escritores me lo confirmaron.

¡Menos mal que no fui supersticioso! Me contó así su primera vez en la casa de Ruiz de Alarcón: "Era un día de lluvia en el Gijón. Yo tendría 22 años. Estaba con unos amigos. Dijimos: '¿Por qué no vamos a ver a don Pío?'. Fuimos. Llamamos a la puerta, pero no abrían. De pronto, apareció él a través de una rendija. Nos dijo que, si no teníamos nada mejor que hacer, que pasáramos".

A partir de entonces, Marino cogió la costumbre de ir como turista a la tertulia de Baroja. Allí conoció al doctor Val y Vera, un personaje fantástico, médico de las putas de la Gran Vía y de decenas de monjas de clausura.

Vean qué maravilla el galeno: un día de mucho frío, Val y Vera entró a la iglesia de Los Jerónimos para calentarse. Se refugió en el confesionario. Pasó una señora mayor. Val y Vera, con tal de no congelarse, pues qué iba a hacer: ¡le dio la absolución!

El escritor vasco, ya muy mayor, iba a publicar sus obras completas. Debía transcribirlas, pero iba muy lento y la cabeza le fallaba. La editorial contrató a Marino para que le ayudara. Se presentaba allí con un melón, lo ponían a enfriar en la ventana, trabajaban y luego se lo merendaban.

Con esas vivencias, publicó un libro titulado Baroja y su máscara, que encandiló a Ernest Hemingway. Tanto que el Nobel exigió conocer al tal Gómez-Santos.

-¿Y eso cómo fue?

-Cogí un tren a El Escorial porque allí se alojaba. Tenía la suite llena de escopetas. Me tiró un directo al costado mientras me pedía que le tuteara. Se nos hicieron las cuatro de la mañana. Cenamos algo de fiambre. Tuve que reservar una habitación. Me dijo que a Baroja y a sus novelas se lo debía todo.

Aquel día, Marino me despidió con estas palabras sobre don Pío en relación a los jóvenes: "Era un hombre de una grandísima humanidad. Nunca dijo no a nadie. La puerta de Alarcón estuvo abierta para todos. Ni siquiera preguntaba los nombres. Mostraba un gran sentido del humor y era tremendamente afectuoso. Fue un creador de mundos”.

Muchas décadas después, querido Marino, los jóvenes de hoy podemos decir lo mismo de ti.

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