Ese es el camino: publicar todos los días, del mismo modo que se asea uno cada mañana. Publicar, publicar, publicar donde sea. Abrir los ojos a la vida, leer mucho y que la escritura sea amante perpetua

César González-Ruano

El hombre que ahora se dirigirá a ustedes es un privilegio de la biología. Porque Marino Gómez-Santos iba al cine con Azorín, comía melón en casa de Pío Baroja y anotaba las confidencias de Marañón. Es el último superviviente del índice onomástico. El último mohicano de las letras hilvanadas sobre el mármol de los cafés, que son las letras que mejor huelen.

Le llamo esta mañana porque acaba de publicar un libro sobre César Gónzález-Ruano (Renacimiento, 2020), que fue su padrino en el ejercicio del periodismo; y que sigue siendo el César en el arte de alumbrar Literatura por medio de esas estrellas fugaces que son las columnas. Ha pasado ya medio siglo, pero nadie como Ruano. Incluso Paco se quedó en el Umbral de lo que consiguió su antecesor.

Ruano es irresistible porque sus párrafos son tan luminosos como oscuros los pliegues de su oscura existencia. Y Ruano, que adoptó a Gómez-Santos como a un hijo, solía decir: "Marino, tú tienes las llaves de mi submarino". Y Marino acaba de introducirlas en la cerradura.

En este libro está lo más luminoso de Ruano -sus dardos, sus entrevistas, sus mejores líneas-, pero también anida la perversión, la miseria y ese encarcelamiento en el París ocupado que casi le cuesta el fusilamiento. Un lance sobre el que, por supuesto, preguntaremos. Preguntaremos hasta el final. Es el momento.

No se trata de averiguar para defenestrar, sino de desnudar a un personaje que se empeñó en ser tan atractivo -por sus sombras- como su propia obra. Ocurre con Ruano como dicen que pasa con la heroína. Un pinchazo y... 

Él mismo actuaba como propagador de su mala fama. Vivió consciente de que -a falta de no haber cuajado ninguna gran novela- sólo esa tiniebla esclavizaría nuevos lectores en el futuro.

-¡Qué cosa tan maravillosa esta, Marino! Hay de todo.

-Cuando lo reciba su familia, si se cabrean, diré: "He sido un taquígrafo".

Y es verdad. Marino recorría Madrid en taxi todos los días a la vera de César. Anotaba sus genialidades, sus confesiones, sus silencios, sus arrepentimientos, sus repentinas bondades. "Solía alternar actos elevados con acciones infames (...) Era como si un espíritu maligno entrara en su cuerpo. De la moral hizo una esterilla para limpiarse los pies", resume.

Véanse dos ejemplos contrapuestos. Cuando César ya era el César, a mediados de los cincuenta y en el Café Gijón, saludaba con un billete a los bohemios hambrientos que se le acercaban. Lo hacía sin ánimo de figurar, ni siquiera dejaba de escribir con la mano derecha cuando entregaba el donativo con la izquierda.

"La vida literaria es pobre y no se sabe nunca a qué puerta has de llamar. Yo he pedido en mi vida mucho dinero y no lo he devuelto jamás", le explicaba a Marino.

Pero ahí queda el relato del nacimiento de su primera hija. Contado por ella, Charo, al propio Marino: "Fue un parto difícil. El padre estaba escribiendo en el café. Al llegar a casa, me vio como a una pobre desgraciada, porque había pesado dos kilos y cuarto. Dicen que exclamó: '¡Qué birria, mejor hubiera sido tener un gato!'. Mi madre se quedó muy triste y decepcionada, porque estaba muy quebrantada de salud".

También -a través de Charo- Marino narra la marcha a Roma de César con una amante mientras su familia se quedaba en el Madrid rojo: "Cuando se fue a Italia no preguntó cómo iba a componérselas su mujer sola, en un país en guerra y con su hija niña. Acabaron comiendo algarrobas y cáscaras de melón cocidas. Su mujer donaba sangre una vez al mes, por lo que recibía veinte duros y un bote de leche condensada".

Años más tarde, por cierto, Ruano le diría a su hija de catorce años: "¡Qué piernas tienes!". Por escrito, se dirigía a ella de una manera melosa, pornográfica incluso a ojos de su ya exmujer. "Es uno de los reflejos de esa perversión de la que te hablo", me dice Marino.

Marino Gómez-Santos junto a su maestro Ruano.

Marino tiene mucho cariño a César, que tanto le enseñó. Pero Marino es tan buen escritor como periodista. Y ha contado -casi- todo lo que sabe. La ambigüedad de Ruano está perfectamente recogida por Gómez-Santos. Porque a lo largo de estas páginas el lector experimenta tanta ternura como repulsión por el personaje. Seguimos camino a aquella cárcel de París.

Jardiel, amigo que le duró a Ruano toda la vida, le dijo en una carta: "César, jabato de la cuartilla (...) Me consta que en ti está atrofiada la glándula del sentimiento, o quizá esté sustituida por el egoísmo más feroz". También habló de "deficiencias de organización sentimental".

-A pesar de todo, ¡tenía muchas amistades!

-Es que era un encantador de hombres y mujeres. Los enfadados acababan volviendo. Las mujeres de su vida le llevaban flores y bombones el día de su santo. ¿Sabes lo que me decía César?

-Dispara.

-¡Que yo tenía el alma blanca a pesar de haberle frecuentado tanto!

Vayamos ya a la corresponsalía de Ruano en Berlín. Le dijo César a Marino: "Durante la ocupación alemana de Bélgica y Holanda, me tocó presenciar verdaderas masacres humanas. Todo esto me dejaba insensible. En cambio, me era relativamente fácil hacer una buena crónica sobre un reloj de Ámsterdam que, colgado de un edificio en ruinas, seguía marchando".

Desde Berlín, a sueldo de la embajada de Alemania en Madrid, enviaba artículos al gusto del Reich e incluso firmaba algunos textos que ni siquiera había escrito. Lo cuentan Sala Rose y García-Planas en El marqués y la esvástica (Anagrama).

-¿Qué hay de eso, Marino? ¿Le dijo a usted algo?

-No quiero entrar en eso. No quiero meterme en las cloacas. Por muchas cosas que haya contado en el libro, ten en cuenta que César era un padre para mí. Nos queríamos mucho.

Gómez Santos identifica una "insensibilidad política casi patológica" en Ruano. Le fascinaba la monarquía por su vertiente estética -ahí queda su bigote alfonsino-, pero en lo demás fue dando tumbos según le convino. Lo mismo daba la República que Mussolini.

En las cartas que mandaba a España, consciente de que las leía la censura, procuraba adoptar la jerga de los generales sublevados. Una jerga que a él, como casi todo, le importó un pimiento.

Entonces llegó el 10 de junio de 1942. Escribe Marino Gómez-Santos: "A la salida del restaurante La Palette, del boulevard Montparnasse, saltaron de un coche que estaba aparcado en la puerta dos hombres de paisano que se acercaron apresuradamente diciendo: 'Police'. Cuando, momentos después, Ruano fue interrogado por la Gestapo, llevaba consigo doce mil dólares, un pasaporte de un país hispanoamericano con la casilla del titular en blanco y un brillante de nueve quilates desmontado y oculto en el bolso relojero del pantalón".

Estuvo casi ochenta días encerrado, al borde del paredón. Totalmente alcoholizado, toda su vida eran sospechas. Sin apenas trabajar, mantenía cuatro domicilios abiertos y poseía tropecientas obras de arte. ¿De dónde sacaba el dinero Ruano?

-¿Qué paso exactamente, Marino?

-Casi lo fusilan.

-¿Por qué?

-No insistas. Lo sé, pero no lo quiero decir.

-Si yo hubiera escrito el libro; usted, que también es periodista, me lo preguntaría.

-Ya, ya... Pero es que me duele enormemente. Además, sería aventurarme. No tengo pruebas. Estaba en la mente de todos, sobrevolaba el ambiente. Cela me decía: "Cuidado, no vayas tanto con el marqués".

Le menciono las teorías que investigaron Sala Rose y García-Planas -la supuesta estafa a judíos con los salvoconductos y alguna que otra historia-, pero Marino vuelve a interrumpir cariñosamente: "No insistas".

Ruano consiguió lo que se propuso. Que estemos "insistiendo" medio siglo después. Solía decir: "César o nada". Y la corona de este César, espinosísima, le fue brindada gracias al plan que trazó la primera vez que escribió en un periódico: la propagación de la tiniebla.