Vengo notando en las últimas semanas que el coronavirus trae consigo el efecto Feria de Málaga: resucita a los novios antiguos, a los amantes esporádicos que se perdieron entre las agendas y los cambios de móvil, a los amigos potencialmente carnales que nunca supieron cómo atacar.

Lo han olido y aquí están: fieles a los días vulnerables -como el cumpleaños o la navidad-, con cuerpecillo de verbena y echándote el teléfono abajo, amasando una cita futura. No están parados, porque el sexo siempre se abre paso inteligente: andan invirtiendo ya en agosto, cuando volvamos a ser guapos, y libres -¿lo fuimos alguna vez?-, cuando dejemos de estar castrados y opacos y dormilones y faltos de imaginación. Es gracioso este juego subterráneo, siempre lo ha sido. Es tierno, también.

Les pregunto a mis amigas cómo lo llevan, y hay de todo en la viña: a alguna le ha vuelto algún ex caradura pidiéndole que se mude a su casa en cuarentena. Otra está empezando a verle de cerca los defectos a un novio reciente que se le ha acoplado en la kelly con la idea núbil de darse el maratón erótico: es que no has visto cómo se sale de la ducha el tío, no se seca bien las piernas y empieza a chorrear por toda la casa, le gusta darse paseos verdaderamente empapado, me pone enferma, me he visto a mí misma detrás de él, con la fregona, como si llevásemos treinta años casados. Después de la bulimia sexual, ¿qué hay? A menudo, platos sucios, series malas y casas demasiado estrechas para dos maniáticos.

Otra anda mosca porque no hay noticias del follamigo. El tipo anda en busca y captura: no respira. Ahora que no funciona la llamada urgente de las dos de la mañana de un sábado, hay poco más que decir. Es triste y no es triste. Es útil saberlo.

Nos han quitado, como dice Gomá, la “promiscuidad natural de los cuerpos”, y ahora nos queda acercar el escritorio al rincón del cuarto donde entra el sol y abrirle la boca cerrándole los ojos -como los ancianos hacían en los bancos-, lavar los pijamas, dedicarle amor a la carne en las sartenes, recuperar libros perdidos, rozarnos con los almohadones en las siestas breves y ponernos cachondos con nosotros mismos, con nuestra versión más vulgar, más doméstica, menos perfumada, más lectora y silenciosa, menos festiva, menos histriónica, menos social y menos alegre. A ver si, con todo eso, al menos salimos de aquí menos envilecidos, menos bastardeados. A ver si el autocuidado y la introspección nos sofistican.

Ahora tenemos tiempo para ponernos budistas si nos da por ahí y explorar de qué iba eso de no desear. O, al menos, de desear sin una satisfacción inmediata. De saber esperar por lo que deseamos.

A mí me gustaban todos: los besos imprescindibles y los contingentes, pero es verdad que estos días uno sólo se acuerda de los primeros. También me gustan los hombres en bata, las conversaciones delirantes hasta tarde -como chavales de campamento- y las películas a medias, con debate final y búsquedas simbólicas en Google.

Todo es menos sexy, pero, a cambio, es más puro. Ya no nos seducen las vidas de los otros -sus planes, el jersey preferido, sus amigos, los conciertos, los vermús-, ahora nos seducen los otros como realmente son, renunciando a su contexto y sus abalorios. Terriblemente humanos. Terriblemente mundanos. Es bello, también.

Nos queda, como a los dandis, hacer de nosotros nuestra propia obra de arte: no tenemos nada más entre manos. Nos queda echarle una pensada al tiempo que perdíamos con gente que no nos importaba en absoluto: el tiempo que tirábamos en el hablar por hablar, en el quedar por quedar, el tiempo que era nuestro y regalábamos a los cualquiera. Ya estuvo bien.

A ésta ya no nos sobreviven los amigos y los rollos de tercera fila. Queremos estar con los nuestros y por fin tenemos claro quiénes son. El coronavirus sirve como golpe en la cabeza. Ahora entendemos. Se acercan las declaraciones, los deslumbramientos, las cartas de amor. Y un verano largo para tocarnos.