Venecia ha perdonado a Roman Polanski. Lo ha demostrado con una ovación-felación tras el visionado de su última película, El oficial y el espía, que ha generado buenas sensaciones en los medios. Nadie a estas alturas discute su talento como cineasta, sólo faltaría. Nadie niega que sea uno de los directores más trascendentales de los últimos cincuenta años. Claro que minimizarle como artista sería una opción intelectualmente estrecha, ridícula, cerril. Claro que socavar su filmografía resultaría indecente e injusto, pero, ¿acaso le dicen algo al polaco la palabra “decencia” -en el plano moral- o la palabra “justicia” -en el plano legal-? ¿Ha escuchado hablar de ellas alguna vez?

Lleva esquivando esos dos conceptos desde 1977, cuando Samantha Geimer -trece años, el cabello rubio recogido en dos coletas, una florecilla en el pelo, un vestido blanco con lazos en los hombros- le acusó de violación. Una niña con flequillo, con los labios gruesos y entreabiertos, como de fruta reciente. Las pestañas claras. Las pecas diminutas. Una belleza pueril, sin arrogancia ni cosméticos.

La foto que la retrata así -y que fue la portada de su libro de memorias, The Girl. A life in the shadow of Roman Polanski- la tomó el propio director. Se citaron en dos ocasiones. Él quería inmortalizarla para un reportaje que supuestamente iba a publicar la edición francesa de Vogue. El segundo encuentro fue en casa de Jack Nickolson, aprovechando que el actor estaba fuera, de viaje. Fiesta en el barrio de Mullholland. Una cría, un cuarentón, champán y drogas. Esa tarde acabó en violación. Luego la llevó a casa de sus padres y les enseñó la sesión de fotos. Ellos arrugaron la cara. ¿Qué pintaban las imágenes en topless de una niña para una revista de moda? 

Lo sabía ella. Y su familia. Lo sabía la policía de Los Ángeles. Lo sabían los tribunales y lo sabía el propio Polanski, que se declaró culpable de mantener “relaciones sexuales ilegales” para llegar a un acuerdo con la fiscalía -logrando así que se ignoraran otros cargos más graves-. Gracias a esa confesión salió bajo fianza de la cárcel, donde había pasado 42 días.

La portada de las memorias de Samantha.

Una vez con el aire en la cara, comenzó a comprender que el juez no iba a reconocer el acuerdo y lo iba a enviar a la trena durante décadas. Huyó a Francia. A día de hoy sigue perseguido por la justicia de EEUU. No puede poner un pie en América. En 2003 recibió un Oscar al mejor director por El pianista: se lo llevó Harrison Ford a los cinco meses al país galo. En Venecia tampoco entra, porque tienen un acuerdo de extradición con la patria de Trump, pero allí presenta su filme e incluso sugiere que aparecerá por Skpye, pero no lo hace. ¿Es vergüenza? Da igual. La organización le permite el juego. Les viene bien la polémica, les asegura atención mundial. Hay un conchabamiento. Un codazo cómplice.

Quizá sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta, vienen a decir -como sugeriría Roosevelt de Somoza-. Es el niño malo preferido de los cinéfilos. Más allá de la gracieta punk, no deja de ser intolerable que el festival acoja a un prófugo. Que se ría con él de la justicia, que le avale. Sus películas no deberían tener cabida en el concurso hasta que no cumpliese efectivamente su condena. Hasta que no diese la cara y se enfrentase a sus deudas. "Esto no es un juicio moral", han apuntado los productores y actores de Polanski en Venecia, cerrando filas en torno a él. Y es cierto: es un juicio legal. No tiene nada que ver con el caso Woody Allen, cuyo veto por parte de las Academias sí sería inadmisible porque sí sería moral. Allen no tiene ninguna deuda con los tribunales. Ninguna. 

Tuvo que llegar Lucrecia Martel, presidenta del jurado, a dignificar el ambiente de estos días, a señalar las grietas del paisaje: “Yo no separo al hombre de la obra. La presencia de Polanski [en el programa del festival] me resultó muy incómoda (…) No voy a asistir a su proyección de gala del señor Polanski porque yo represento a muchas mujeres que en Argentina luchan por cuestiones como esta, y no querría levantarme para aplaudirle. Pero me parece acertado que su película esté en el festival, que haya diálogo y se debatan estos asuntos”.

En Suiza fue detenido en 2009, pero finalmente no deportado. En París le han calcado ya el aura de santo: el año pasado le rindieron honores allá en la Filmoteca -¿puede hacerse un homenaje sólo al artista, sin involucrar al hombre; o son los homenajes pleitesías compactas?-. Las activistas de Femen irrumpieron en el acto con los pechos libres y llenos de témperas. “Criminal Pedófilo Muy Importante”, rezaban sus consignas.

Samantha.

Polanski es un violador. Al menos, de una mujer, pero está acusado del mismo delito por cuatro más. Polanski es un prófugo. Lleva toda la vida serpenteando. Trampeando. Haciéndose el maldito. Cambiando el cuento. “La mayoría de la gente que me acosa no me conoce ni sabe nada del caso”, deslizó en una entrevista reciente -con un periodista amigo que no le puso en ningún brete, todo hay que decirlo-.

Aún guarda fuelle para echarse flores. Relaciona la película con su vida; linka la persecución antisemita que vivió Drefuys a finales del siglo XIX con la que hoy vive él a costa de esas feministas energúmenas. “En esta historia a veces encuentro momentos que he experimentado. Puedo ver la misma determinación por negar los hechos y condenarme por cosas que no hice. Mi trabajo no es una terapia. Pero debo admitir que me resultan familiares muchos de los métodos del aparato de persecución mostrados en el filme”. Es mentira que esté estigmatizado. Al revés: arrastra incluso un aura gangsta, como los raperos traficantes cuando salen de la cárcel. El rollito ese del non grato, del peligroso pero carismático. En el imaginario popular no es un criminal, sino un superviviente, un incomprendido, un genio herido por haber perdido a Sharon Tate, como relata Érase una vez en Hollywood, de Tarantino.

Tarantino, quien, por cierto, se disculpó hace un par de años por unas declaraciones antiguas: "Quince años después, me doy cuenta de lo equivocado que estaba. La señora Geimer fue violada por Roman Polanski. Jugué de forma equivocada a ser abogado del diablo en el debate, simplemente por provocar. No tomé en cuenta los sentimientos de la señora Geimer y por eso pido perdón", manifestó. "Así que, señorita Geimer, fui ignorante, insensible y, sobre todo, incorrecto. Lo siento, Samantha". Él ha sido capaz de retractarse. La sociedad y la industria del cine, en su conjunto, no.

Polanski.

Por eso cuando los asistentes al festival lanzan vítores, cuando aplauden puestos en pie -rendidos, mitómanos, húmedos como adolescentes hormonados-, están elogiando algo más que a la película. Esos gritos son, al final, un alarde, una obscenidad, una posición política. Son un escupitajo en la cara del feminismo, de los derechos humanos y de la justicia. Aquí aparece el fenómeno de la cultura como neutralizador de delitos: nos cambia la mirada, nos vuelve cómplices. Aparece el “eran otros tiempos”; esos años locos, libertinos y sexualizadores de la infancia en los que la niña Jodie Foster era la protagonista de Taxi Driver y Brooke Shields la de Pretty Baby. Quién volviera. O no.

Dice Samantha Greimer que ella ha perdonado a Polanski. Dice que está cansada. Que el mundo lleva cuarenta años subrayándola sólo como víctima, cuando es muchas cosas más. Dice que quiere que esto termine. Es legítimo, pero su postura no debe condicionar la de la sociedad. Irene Villa perdonó a los etarras que atentaron contra ella y no por ello España debe mostrarse más laxa con la memoria del terrorismo.

Si el cine estuviese realmente comprometido con el feminismo, en vez de darse absurdos lavados de cara convirtiendo al agente 007 en una mujer, debería instar a Polanski a acudir a EEUU y a enfrentarse a la legalidad. Debería dejar de premiarle y de exculparle: es de una veneración infantil y ridícula. "Nada de honores a violadores", cantaban las Femen. Nada, ni uno más. Al menos, hasta que tenga deudas con la justicia. A partir de ahí, existe el derecho a la reinserción. Y podremos empezar a hablar.