Le Pen confía en derrotar a Emmanuel Macron en las elecciones del domingo. Charles Platiau Reuters

Hace pocos días un profesor de historia de esos ingeniosos y provocadores que hay en Twitter dijo: “Yo reservaría la palabra fascismo para el fascismo”.

Antes de la primera vuelta de las elecciones francesas yo hubiera interpretado esta acusación como claramente dirigida al lamento progresista exageradamente dramático frente al Brexit, la victoria de Trump y al avance del nacionalismo europeo como Wilders, Orban o la propia Le Pen.

Pero después de la primera vuelta francesa hay otro posible destinatario. Ha aparecido otro uso metafórico exagerado del adjetivo fascista. Me refiero al razonamiento no del todo consciente del votante de Melenchon que tiene dudas de qué votar el 7 de mayo. Que no es capaz de votar a Macron ni “con la nariz tapada” con tal de parar a Le Pen.

Detrás de la incapacidad para distinguir valorativamente a Macron y a Le Pen, late otro ya viejo uso metafórico de la palabra fascismo que circula dentro de la desencantada izquierda occidental

El argumento para no votar a Macron es que no hay que apoyar al “neoliberalismo” que representaría Macron, un enemigo tan terrible como el soberanismo racista de Le Pen. Detrás de la incapacidad para distinguir valorativamente a Macron y a Le Pen, late otro ya viejo uso metafórico de la palabra fascismo que circula dentro de la desencantada izquierda occidental, al menos desde principios de los ochenta: “El neoliberalismo también es fascismo (aunque sea con otros medios)”.

Metáfora y memoria

En su precioso ensayo Metáfora y memoria, la escritora norteamericana Cynthia Ozick sostiene que la metáfora, como intento de conocer algo lejano a través de algo cercano tiene más que ver con la memoria que con la inspiración. Ozick explica que la herramienta de la metáfora es fundamentalmente la memoria porque funciona usando algo ya conocido para aprehender algo ajeno, porque consiste justo en acoger lo lejano, lo desconocido, tratándolo como a lo propio, a lo conocido.

En su uso original, “fascismo” no es una tendencia universal, ahistórica que cabe reconocer en cualquier época. Es un movimiento político situado históricamente en la primera mitad del siglo XX. Con un caso esencial, Italia, y dos con algunas diferencias pero adscribibles sin forzar el argumento al mismo fenómeno: España y Alemania. Pero también es cierto que ese caso histórico concreto ha producido un adjetivo, “fascista”, de uso universal y adaptable a cualquier época, y casi a cualquier referente político.

Pablo Iglesias rodeado de sus colaboradores a punto de anunciar una moción de censura. Javier Lizón / EFE

Desde el final de la segunda guerra mundial el uso de la palabra fascista como adjetivo se ha ido estirando cada vez más, no solo en sus referentes, sino en sus usuarios: casi todo el arco político es capaz de llamar “fascista” a su adversario. El fascismo se usa en realidad como metáfora volátil del mal en política. En el nivel más elemental, donde las especificidades del referente original de la comparación van quedando más olvidadas, decir que tal o cuál partido es fascista, quiere decir sencilla y brutalmente que es la encarnación del mal.

Neoliberalismo y fascismo

Si, como explica Ozick, en la metáfora homérica “el mar oscuro como el vino” se intenta aprehender lo lejano (el mar) a través de lo cercano y conocido (el vino), en “el neoliberalismo es fascismo” la izquierda de los años ochenta, noventa y dos mil creía aprehender un fenómeno nuevo (el neoliberalismo), a través de uno supuestamente conocido, albergado en la memoria colectiva, (el fascismo). Y al mismo tiempo esa izquierda coloreaba con una tonalidad épica su aburrida condición burguesa, declarándose enemiga de un rival tan terrible como el que habían enfrentado sus padres o sus abuelos.

Pero en verdad la experiencia del fascismo real, histórico, había quedado tan lejana en el tiempo que el proceso cognoscitivo se acabó invirtiendo: la izquierda de hoy cree saber lo que es el fascismo, porque conoce el neoliberalismo. “Su” fascismo fue el “neoliberalismo”. Finalmente, lo que había empezado como una metáfora terminó haciéndose literal: ahora creen que Macron es realmente “como” el fascismo, casi al mismo nivel que “Le Pen” es como el fascismo.

Quizás solo el fascismo en persona, el triunfo de Le Pen y su rechazo real al extranjero coloque a la izquierda europea, ya tarde, frente al enorme error contenido en su sueño

¿Quién de los dos abusadores de la metáfora “fascista” va más lejos? ¿El progresista indignado con el fantasma nacionalista soberanista que en alguna medida amenaza convertirse en un nuevo orden del mundo, o el izquierdista radical que pone a la misma altura al neoliberalismo y al fascismo y que parece dispuesto a permanecer neutral ante el avance de Le Pen?

La metáfora es “el heraldo de la piedad humana” dice Ozick, porque es el mecanismo por el cual podemos “tratar como a un prójimo a un extranjero”. La idea es hermosa, pero cuando se olvida el origen de una metáfora, cuando lo que expresa se ha literalizado, cuando se ha olvidado la distancia entre las dos cosas que conecta, se convierte en el heraldo más peligroso de la confusión humana. Quizás solo el fascismo en persona, el triunfo de Le Pen y su rechazo real al extranjero coloque a la izquierda europea, ya tarde, frente al enorme error contenido en su sueño.