¿Es fascista el nuevo presidente de EE UU? La pregunta puede parecer arriesgada, dado lo espurio y tendencioso que resulta el uso de este término hoy en día (máxime en boca de los de Podemos). Además, algunos de los investigadores del fascismo histórico más reconocidos ya han dicho, con toda la razón, que Trump no encaja en muchos de los parámetros clásicos del fascismo. Pero entender qué hay y qué no hay de fascista en Trump nos puede ayudar a comprender la magnitud de lo acontecido este martes en Estados Unidos.

Vayamos primero a las razones por las que Trump no es un fascista. En primer lugar, no detectamos en su discurso una idealización de la violencia. Es cierto que defiende tanto el derecho a portar armas como la guerra sucia contra el yihadismo; pero, a diferencia del fascismo histórico, Trump no reivindica la violencia como un fin en sí mismo. Menos coherente aún con el fascismo clásico es su actitud frente a los partidos: mientras que el fascismo trata de integrar a la sociedad en un partido férreamente disciplinado, el versosueltismo de Trump dentro de la estructura republicana más bien dinamita la lealtad partidista. Su movimiento es estrictamente personalista, menos fascismo y más caudillismo tuitero.

Trump tampoco es anti-demócrata. Si bien su discurso está marcado por una retórica anti-élites, y si bien insinuó que no aceptaría el resultado de las elecciones si le daban como perdedor, no muestra una oposición programática a la democracia liberal como sistema de gobierno. Del mismo modo, y aunque algunas de sus propuestas tengan tintes orwellianos, Trump no aboga por eliminar la separación de poderes y avanzar hacia un Estado totalitario.

Donde Trump sí se acerca al fascismo es en un hipernacionalismo con cuentas que saldar. La idea de Estados Unidos como un país excepcional que está siendo esquilmado por potencias extranjeras, un país que ha sido vendido por unas élites corruptas y degeneradas, engarza perfectamente con el diagnóstico de los problemas italianos y alemanes que ofrecieron en su día Mussolini y Hitler. Similitudes que se extienden además a algunas de las soluciones que propone, como el aumento del gasto militar y la abolición de los tratados internacionales.

Algo parecido sucede con su retórica acerca de los inmigrantes. La idea de que hay un cuerpo extraño dentro de la sociedad estadounidense, un cuerpo que debe ser extirpado (la deportación no es otra cosa) para que la nación recupere su vitalidad, nos debería sonar a algo. Como deberían sonarnos su discurso explícitamente irracionalista, o su explosiva combinación de audacia y falta de escrúpulos. Porque el nuevo presidente no es un mero vividor, no es una suerte de Falstaff neoyorkino cuyo hedonismo se revuelve contra los grilletes de la corrección política. Trump es más bien un megalómano narcisista que se ha mostrado capaz de decir y hacer cualquier cosa con tal de ganar: hasta el martes, la presidencia; a partir de ahora, la reelección.

Quizá esto sea lo más preocupante. La audacia, la falta de escrúpulos y la coraza que ofrece una retórica anti-élites permiten a Trump hacer decible lo que debería seguir siendo indecible, normalizar lo que debería ser aberrante. Embarcado desde la adolescencia en una huida hacia delante con su propio ego, Trump tiene la capacidad de crear cada día una nueva realidad, y de arrastrarnos a todos a ella. Esa realidad no será, a corto o medio plazo, la de un Estado fascista; pero debería ponernos los pelos de punta.