A comienzos del siglo XX, tras el desastre del 98, se consideraba que el régimen de la Restauración estaba agotado. La corrupción, el caciquismo, el falseamiento electoral, la distancia entre la España “oficial” y la “real”, la cuestión social, el agotamiento de los partidos tradicionales y la irrupción de otros con una “nueva política” dejaron al régimen inmerso en una crisis de legitimidad, representación y funcionamiento. El turno entre dinásticos, certificado en el Pacto de El Pardo, había muerto. Era preciso, decían todos, cambiar el régimen para regenerar el país. En esa regeneración intervinieron y fallaron todos: el rey, los partidos dinásticos, los emergentes, y los intelectuales. No todo fue una pendiente inevitable hacia la dictadura: hubo varias opciones y se eligió la peor. La comparación, que no equiparación, de aquella crisis de régimen con la actual no puede dejar indiferente a nadie.

El modelo originario de la Restauración funcionaba gracias al turno entre el Partido Liberal y el Partido Conservador por el que uno estaba en el poder hasta que había una crisis de gobierno o parlamentaria. Tras el ejercicio de la prerrogativa regia se producían unas elecciones amañadas –equiparable a la que sucedía en otros países europeos desarrollados- que confirmaban la decisión de la Corona. El fin del bipartidismo por la ruptura de la convivencia pacífica, la autodestrucción del Partido Conservador, y la división del Liberal, con su consiguiente acercamiento a la izquierda, dinamitó el régimen de la Restauración.

La solidaridad entre los dinásticos se rompió entre 1909 y 1913. Primero fue la campaña del “¡Maura, no!” iniciada por el liberal Segismundo Moret, contando con la prensa y el apoyo de la izquierda, encaminada a excluir de la vida política al Partido Conservador. Moret se alió con los republicanos en el “Bloque de las Izquierdas”, construyendo un cordón sanitario en torno al conservadurismo. Canalejas se opuso a esto, y formó un gobierno de conciliación liberal para reconstruir la convivencia entre los dinásticos. Su asesinato en 1912 desbarató el plan.

Antonio Maura.

Maura pensó “heredar” el poder, y soltó un ultimátum al Rey en diciembre de 1912 que rompió el turno bipartidista para siempre: o surgía un Partido Liberal predispuesto a la alternancia constitucional con el Conservador liderado por él, o sería necesario otro Partido Conservador que disputara el poder a uno Liberal que tendía a la izquierda. Alfonso XIII y los conservadores optaron por orillar a Maura, y Eduardo Dato formó gobierno. La ruptura del Partido Conservador había empezado.

La disolución de los partidos dinásticos

Maura se empeñó en su “revolución desde arriba”, consistente en “un desguace del caciquismo” y que las urnas determinaran quién formaba gobierno, no el rey. Era una ruptura teórica del turno sin una verdadera democratización. Dato, por su lado, era un tecnócrata que creía que el estatismo resolvería la cuestión social, fiado solo en la prerrogativa regia, y en que la conllevancia con los catalanistas aplacaría su independentismo. Frente a esto se erigió el maurismo, con sesgos autoritarios y contrarios al turno. Dato y Sánchez Guerra intentaron restablecer la unidad conservadora, pero no tuvieron éxito. La imagen de los conservadores era ya la de un partido autodestruido, dividido por concepciones distintas del régimen y de la sociedad, y tocado por la corrupción económica y política.

La crisis de 1917 fragmentó al Partido Liberal en torno al turno bipartidista: el favorable, liderado por García Prieto y Santiago Alba, y el contrario, el de Romanones. Así, el Liberal ya era solo un conjunto de banderías en torno a personalidades. De esta manera, a los gobiernos del turno siguieron gabinetes de coalición, débiles y efímeros. La lucha por el poder se radicalizó. Los liberales hicieron en 1922 una campaña electoral muy dura para derribar al gobierno conservador de Sánchez Guerra. Era preciso, decían, reformar la Constitución y aplicar un amplio programa social. El rey cesó al gobierno y llamó a García Prieto, que lo formó con la familia liberal y los republicanos reformistas. Sin embargo, ya estaba todo perdido: el régimen basado en la prerrogativa regia y el turno bipartidista no podía funcionar con un solo partido. El fin del bipartidismo provocó la crisis de la Restauración.

El bipartidismo imperfecto del régimen del 78

El régimen del 78 se basó en un bipartidismo imperfecto, un turno entre el centro-derecha (UCD, y luego PP) y el centro-izquierda (PSOE), asegurado por una pésima ley electoral. La primera quiebra de ese consenso fue la política adoptada por Zapatero, encarnada en el Pacto del Tinell, para excluir al PP de las instituciones. La campaña contra los populares, a los que se tomaba por franquistas y enemigos de la democracia, tumbó la convivencia entre los dos grandes partidos.

Tras una intensa movilización callejera desde el 2002, y el efecto de los atentados del 11-M, llegó Zapatero al gobierno en 2004, quien fortaleció ese Pacto anti-PP, y recuperó un discurso guerracivilista para fomentar la polarización social que, a su juicio, debía despertar el ánimo izquierdista a su favor y arrinconar a los populares. La pésima gestión de la crisis desde 2008 y la corrupción desatada sobre todo en Andalucía hundieron su gobierno. El sustituto, Rubalcaba, llevó al PSOE al peor resultado electoral de la historia hasta el de Pedro Sánchez en 2015. Nunca estuvo en tan mala situación uno de los pilares del bipartidismo.

El PP ha ido a la autodestrucción. Los años de Rajoy han supuesto la despolitización del PP y su sustitución, a partir del Congreso de Valencia de 2008, por el economicismo y la tecnocracia, al tiempo que se marginaba a personajes relevantes. El resultado han sido dos años de caída electoral continua y que el PP quede con la imagen de una organización de gestores corruptos que necesita un cambio absoluto y completo.

Los dos partidos sobre los que se asentaba el régimen del 78 están tocados de muerte: uno, autodestruido y sin identidad; y otro, débil y dividido. Ahora, tras las elecciones del 20-D, es claro que se acabaron los gobiernos monocolores y entramos en los de coalición.

Ruptura o reforma: los partidos emergentes

La crisis de la Restauración solo tenía dos salidas para los partidos no dinásticos: la reforma de la Constitución, o la ruptura del orden. La primera opción la representaba el Partido Reformista de Melquiades Álvarez. La segunda, la conjunción del PSOE y el Partido Radical. Los reformistas pregonaron la regeneración a través de la democratización de las instituciones, las reformas económicas, y un amplio programa educativo. Se presentaban como el centro entre los dinásticos y los rupturistas. Buscaron la colaboración con el Partido Liberal y apoyaron gobiernos de coalición. Pero cometieron dos errores: incorporarse al gobierno del liberal García Prieto en 1922 sin que éste aceptara una reforma constitucional, que era su gran reivindicación, y participar en el sistema corrupto de reparto de diputados y cargos. Esto supuso que se frustrara su imagen y proyecto, y que lo abandonaran todos aquellos que habían puesto en ellos su esperanza de regeneración.

Los socialistas y los radicales usaron la demagogia populista para avivar las emociones del pueblo llano, tomando el anticlericalismo y la corrupción como catalizadores de la acción colectiva contra el régimen. La coalición republicano-socialista de 1909 proporcionó al PSOE su primer parlamentario: Pablo Iglesias, cuyo debut fue una amenaza de muerte a Maura. Los socialistas despreciaban a los conservadores por “reaccionarios” y “antisociales”, y a los liberales y a los reformistas por “colaboradores” de la burguesía. El PSOE no tenía un proyecto democratizador, sino de establecimiento de la dictadura del proletariado, de ahí que su huelga revolucionaria del 1917 fuera para implantar una “república burguesa” como paso al socialismo. Y es que siguieron aferrados a la lucha de clases y a la mística de la revolución hasta la Guerra Civil.

Ciudadanos y Podemos

Ciudadanos sigue los pasos del Partido Reformista de Melquiades Álvarez: gubernamental, mirando a Europa, democratizador de las instituciones, entre el liberalismo social y la socialdemocracia, preocupado por el sistema educativo, y simpático a buena parte de los creadores de opinión e intelectuales. Ciudadanos fue quien ha hecho bandera de nuevo de la palabra “regeneración”, que caló en cuanto se unieron la crisis económica, la corrupción, y el agotamiento del bipartidismo.

Podemos es el actor político que adopta el papel del rupturista, con esa demagogia populista que usa las emociones para movilizar y conseguir votos. Y al igual que los socialistas de antaño, ven en la democracia representativa un paso hacia la democracia social; esto es, un “gobierno de la gente” que les permita cambiar las reglas del juego político, social y cultural que les perpetúe en el poder para transformarlo todo y lograr una “sociedad justa”.

El rey político: de Alfonso XIII a Felipe VI

Alfonso XIII heredó un papel cómodo: confirmar el juego político entre dos grandes partidos que decidieron turnarse en el poder. El régimen no requirió una intervención política de la Corona desde 1885, pero la destrucción de los partidos dinásticos justamente coincidiendo con el inicio de su reinado efectivo obligó a Alfonso XIII a creer en la necesidad de inmiscuirse en la política. Esto, unido a la acusación de corrupción, le hizo responsable de la deriva crítica del régimen. Felipe VI también heredó un sistema que funcionaba por el bipartidismo imperfecto. Las elecciones determinaban una mayoría que libraban al rey Juan Carlos de hacer explícito un papel político. El rey Felipe VI ha comenzado su reinado coincidiendo con el derrumbe del bipartidismo y el surgimiento de partidos que piden la reforma o la ruptura del régimen. Además, la corrupción planea de nuevo sobre la Casa Real.

Alfonso XIII, al igual que Felipe VI, era presentado como el más preparado y moderno de la España contemporánea. Asumió buena parte del discurso regeneracionista que invadió el espíritu de la época. Creía que el mantenimiento de su Trono pasaba por dar la imagen de modernidad, por lo que tendía a la izquierda. La injerencia del rey se hizo demasiado obvia desde 1914: opinaba marcando la dirección política, decidía gobiernos y, con ello, el vencedor en la lucha interna en los partidos. Es más; intervino en la cuestión militar desde 1917 y, lo que es peor, en el asunto de Marruecos, manchado por la corrupción y la inoperancia. Su participación en las crisis de gobierno entre 1917 y 1922, con catorce gobiernos en cinco años, fue decisiva, como en el advenimiento de la dictadura.

Felipe VI debe solventar el problema de la crisis del bipartidismo sin que se note su preferencia política. A esta dificultad se suma el juicio por corrupción a la infanta Cristina, con la sombra del antiguo rey al fondo. Es más; las relaciones de Felipe VI con Rajoy, al igual que los conservadores de antaño, no son buenas. Es lógico que el rey opte por aquellas soluciones políticas que, aun dentro del reformismo, aseguren la continuidad sin comprometer su imagen ni papel institucional. Todo apunta a que el próximo gobierno será de coalición aunque se repitan las elecciones, por la crisis del bipartidismo, la decisión de las urnas, y la omisión de Felipe VI. A diferencia de Alfonso XIII.

*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense de Madrid.