De entre todas las variedades de carne que podemos encontrar en el supermercado, el pollo es una de las más saludables. Se trata de un alimento bajo en grasa (entre 3 y 9 gramos por cada 100) y rico en proteínas, que es parte fundamental de la dieta de muchas personas, entre ellas los amantes del fitness, que se entregan al binomio lechuga-pechuga como si no hubiera un mañana por las pocas calorías que contiene. Además, a diferencia de la ternera, el cerdo, o el cordero, todas ellas carnes rojas, su consumo nunca ha sido relacionado con un mayor riesgo de cáncer. 

Sin embargo, pocas personas saben que el pollo también es una de las carnes que provoca más intoxicaciones alimentarias. "Puede ser una opción nutritiva, pero el pollo crudo a menudo se encuentra contaminado con bacterias Campylobacter y a veces con Salmonella y Clostridium perfringens. Si consume pollo poco cocido u otros alimentos o bebidas contaminados por el pollo o sus jugos, puede contraer una enfermedad transmitida por los alimentos, que también se conoce como intoxicación alimentaria", avisan los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC).

La infección por Campylobacter, la más habitual, se conoce como campilobacteriosis, y puede provocar malestar general, fiebre alta, dolores abdominales, náuseas y diarrea. De ahí que sea tan importante tener especial cuidado cuando se manipula el pollo. Una de las medidas que se recomiendan habitualmente es no lavar el pollo antes de cocinarlo, ya que las gotas que salpican en la carne pueden acabar depositadas en el fregadero, en la encimera, o incluso en los cubiertos que utilizamos para manipular el resto de alimentos. Es entonces cuando se produce una contaminación cruzada y podemos enfermar. 

De la misma forma, también se aconseja utilizar una tabla de cortar distinta para el pollo crudo y cocinar especialmente bien esta carne. Nada de que se quede poco hecha, sobre todo si se trata de un ave. "Las aves son harina de otro costal: es más probable que estén contaminadas con Salmonella o Campylobacter, y que estas bacterias lleguen a zonas escondidas", explica Beatriz Robles, especialista en Tecnología de los Alimentos y nutricionista, Come seguro comiendo de todo, el libro que acaba de publicar.

"Aunque en el supermercado vemos carne limpita que aparentemente se diferencia de otros animales, su camino hasta llegar a la sección de refrigerados es peculiar: su tamaño, anatomía, el sistema de producción y el manejo en el sacrificio (incluyendo el escaldado y el desplumado) son distintos de los de los mamíferos e incrementa el riesgo", asegura la experta.

Vale, pero entonces, ¿cómo sabemos si el pollo está bien cocinado y si hemos conseguido eliminar la posibles bacterias presentes en él? ¿Basta con ver la parte exterior hecha? Lo más recomendable, según los Centros para la Prevención y el Control de Enfermedades, es utilizar un termómetro de alimentos para asegurarnos de que el pollo esté cocido a una temperatura interna de al menos 165ºF. Esto es: alrededor de 74 grados. 

De esta forma, las colonias de microorganismos que pueden sobrevivir en esta carne acabarán feneciendo debido a las altas temperaturas y a la desecación de la carne. Además, el color rosáceo característico del pollo acabará desapareciendo para tornarse blancuzco o dorado, fruto de la acción del fuego y el calor sobre esta materia prima. Es entonces cuando estará listo para comer y el riesgo será prácticamente cero.