Los glicoalcaloides conforman una familia de compuestos químicos que resultan potencialmente tóxicos para los seres humanos. Se generan a partir de alcaloides: compuestos químicos sintetizados por las plantas que cumplen funciones que no son esenciales para su desarrollo o supervivencia. Algunos de ellos son conocidos, como la cocaína, la morfina o la cafeína.

Otro de estos alcaloides es la solanina, que se encuentra presente de forma natural en las plantas de la familia Solanaceae. Su ejemplo más común lo encontramos en la Solanum nigrum, la hierba mora, una planta herbácea que crece de forma silvestre en la mayoría de los hábitats. Pese a que muchas de estas plantas han sido utilizadas a lo largo de la historia como venenos, distintas sociedades las emplean hoy en día como potenciales ingredientes. En Camerún, la hierba mora es considerada un remedio medicinal para tratar enfermedades como la neumonía, el dolor de muelas y muchas otras dolencias menores.

Este compuesto químico se aisló por primera vez a través de la hierba mora. Además de los frutos mencionados, la solanina se encuentra presente en las hojas y tubérculos de las Solanaceae. Sin embargo, también puede reaparecer en los frutos de algunas plantas que forman parte de una dieta habitual, como la berenjena, los pimientos o los tomates poco maduros, donde la solanina se encuentra presente de forma habitual.

Los riesgos que conlleva consumir esta toxina son importantes. Como contaba en este artículo EL ESPAÑOL, una ingesta excesiva de glicoalcaloides puede llevar a problemas leves como daños intestinales o mareos, pero también provoca posibles pérdidas del conocimiento, daños cognitivos y respiratorios... A pesar de que nadie ha fallecido en los últimos 50 años por las causas descritas, existen registros médicos que prueban que esto es posible. Basta con 420 gramos de esta sustancia para acabar con la vida de un ser humano.

El veneno natural de la patata

El caso más paradigmático de riesgo para la salud humana por causa de la solanina se encuentra en las patatas. De no almacenarse en un lugar fresco, seco y oscuro, la cantidad de la toxina aumentará irremediablemente en las zonas verdes y en los brotes presentes en la patata. La clorofila es la causante de la aparición de estas áreas verdosas. Se trata de un pigmento propio de la patata que utiliza para realizar la fotosíntesis y que, de por sí, no es peligroso. Aparece cuando los tubérculos emergen a la superficie y reciben suficiente luz solar. Si bien con remover la piel de la patata es suficiente para eliminar las zonas verdosas, es conveniente no dejar pasar mucho tiempo hasta consumir la patata para prevenir que haya proliferado así mismo la clorofila.

La ebullición no destruye la toxina, así que se recomienda no cocer esas patatas con piel. Hornear los tubérculos con piel tampoco resultará un remedio eficaz. La fritura, en cambio, sí que acaba con este compuesto químico. En caso de que tras el cocinado la solanina no hubiese desaparecido completamente, el amargor de la patata debería advertir al consumidor de que la patata no se encuentra en un estado apto para el consumo.

Además de emplear estos procedimientos durante el cocinado -además de pelarlas siempre que se pueda- se deben seguir una serie de pautas a la hora de consumirlas. En primer lugar, hay que evitar comprar patatas viejas, verdes o con muchos brotes, o asegurarse en todo caso de eliminarlos por completo antes de comenzar a cocinar. En caso de que optemos por consumir patatas con piel, deben comprarse lo más frescas posibles y sin que contengan estos defectos. Este tipo de precauciones deben ser dobles cuando haya consumidores menores de edad, ya que estos niños podrían sufrir las consecuencias de la intoxicación en cantidades menores a los 420 gramos indicados anteriormente. Por último, es conveniente no reutilizar ni el agua donde se han podido hervir las patatas o el aceite donde se hayan frito.

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