Pocas personas (por no decir ninguna) pueden decir que disfrutaran la primera vez que dieron su primer trago de cerveza. Es un hecho más que claro que su sabor amargo resulta desagradable en un inicio, aunque aquellos que deciden persistir en el intento a menudo terminen volviéndose verdaderos amantes de esta espumosa bebida. ¿La razón? Evolución y genética, dos de los dos grandes pilares que nos definen como seres humanos independientes y, en este caso, con gustos bastante peculiares.

La inmensa mayoría de sustancias tóxicas conocidas tienen un sabor amargo. Por eso, un gran número de seres vivos han evolucionado para que este sabor les cause repulsión, eliminando la posibilidad de ingerir totalmente el veneno. Aunque la cerveza no es venenosa -más allá de los efectos perjudiciales del alcohol-, uno de sus componentes principales es el lúpulo, una planta de la familia de las cannabáceas que presenta un característico sabor amargo.

Los seres humanos estamos especialmente bien dotados para detectar este sabor, gracias a la presencia de 25 receptores de la familia TAS2R. Por este motivo, la primera reacción al saborear la cerveza es una aversión que invita a pedir otra bebida.

Cuestión de tiempo

La primera sensación es un factor común a prácticamente todos los seres humanos. Sin embargo, después de ese momento la reacción entre diferentes individuos cambia bastante. Y es que, mientras que muchos son incapaces de tomar una entera por muchos intentos que hagan a lo largo de su vida, otros se vuelven poco a poco más receptivos, llegando a disfrutar verdaderamente bebiéndola.

La razón, como en tantos otros casos, está en los genes. De hecho, según un estudio publicado en 2017 en Scientific Reports, uno de estos 25 receptores presenta 17 variantes genéticas diferentes, que pueden generar reacciones muy distintas al contacto con sustancias amargas.

Concretamente una de estas variaciones, conocidas como polimorfismos, genera en quién la tiene una sensibilidad mucho menor a los glucósidos, que son precisamente las moléculas que le confieren al lúpulo su sabor amargo. Además, esta variante también se relaciona con la dependencia del alcohol, por lo que se podría retroalimentar la persistencia de algunas personas a la hora de consumir la cerveza.

Precisamente, el alcohol sería también el responsable de que poco a poco algunos individuos pasen de odiar la cerveza a disfrutarla, ya que, en mayor o menor medida, el alcohol genera una sensación de placer que conlleva que muchas personas disfruten consumiéndolo y, en el peor de los casos, incluso se vuelvan adictas. Además, después de que las primeras veces su ingesta no cause ningún daño, más allá de una posible resaca, se deja de asociar su sabor con algo potencialmente peligroso.

También se puede disimular

Nuestro cerebro no es tonto, pero a veces se puede engañar un poco. Por eso, hay quién consume la cerveza junto a otros alimentos muy dulces o salados, de modo que estos sabores camuflen en cierto modo su amargor. Esto se hace también con otras bebidas, como el tequila, que suele consumirse junto a un poco de sal y limón.

Ni qué decir tiene que no hay por qué recurrir a estas sustancias; pues, si bien la cerveza no es un veneno mortal, el alcohol que contiene nos puede causar efectos muy perjudiciales a largo plazo. Siempre la opción más sana será no consumir nada de alcohol; pero si lo hacemos, ya sabemos por qué en el caso de la cerveza se necesita todo un proceso de aprendizaje para lograrlo.