Alejandro Jiménez, en la calle Toro, durante una entrevista para EL ESPAÑOL de Castilla y León
“La música puede ser hogar”: Álex Jiménez, el futuro biólogo que canta en la calle de Salamanca
Estudia Biología en la Universidad de Salamanca, sueña con cuidar primates en África y, entre clase y clase, convierte las plazas en escenarios.
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Tiene 22 años, es estudiante de Biología en la Universidad de Salamanca y podría pasar por un universitario más. Pero basta con escucharlo unos segundos para notar que hay algo más en juego.
Alejandro Jiménez, no canta por postureo ni por un futuro en la industria musical. Canta porque lo necesita. A veces lo hace para una decena de turistas sentados en las escaleras de la Casa de las Conchas; otras veces, para nadie. Pero incluso en esos días, o quizás especialmente en esos, es cuando más se entrega.
Desde pequeño, la música estuvo presente en su vida. “Mi padre tenía una banda, y en casa sonaban los Beatles desde la cuna. Él nunca me obligó, pero sí me lo puso fácil para descubrirlo por mí mismo”, cuenta.
A los seis años empezó a tocar el piano, luego pasó brevemente por la guitarra española, y más tarde por el coro del colegio. “En la Escuela de Música Creativa de Madrid formé parte de un combo: una especie de banda de chavales. Cantaba, tocaba el piano y ahí sentí por primera vez lo que era tocar en grupo”.
Pregunta: ¿Qué fue antes en tu vida, la biología o la música?
Respuesta: “La música, sin duda. Siempre ha estado ahí. Pero la biología me atrapó de otra forma. Vi ‘El origen del planeta de los simios’ y descubrí que los primates podían aprender lenguaje de signos. Tenía doce años y fue como una revelación”.
Desde entonces, supo que quería ser biólogo. Y no uno cualquiera: su sueño es trabajar en una reserva natural en África, cuidando chimpancés, bonobos o gorilas. “Los biólogos solemos decir que hay dos tipos: los de bata y los de bota. Yo soy de bota. No me imagino encerrado en un laboratorio”.
Mientras llega ese momento, divide su vida entre los estudios y la música callejera. “Cuando toco en la calle, me siento libre. Me conecto conmigo mismo. Incluso los días malos, cuando no hay nadie escuchando, lo disfruto muchísimo. Es como estar en mi habitación, pero al aire libre”.
Aun así, reconoce que hay días duros. “Cuando nadie se para o me vienen pensamientos negativos, me esfuerzo por recordar por qué estoy ahí. No lo hago por validación externa, sino por lo que me hace sentir. Me centro en disfrutarlo yo, en cantar para mí”.
P: ¿Te han dicho alguna vez que tienes que elegir entre la música y la ciencia?
R: “No. Mi padre vivió algo parecido, porque tuvo que decidir entre la medicina y la música. Pero a mí siempre me han apoyado en ambas cosas. Me animan a terminar la carrera, claro, porque la música es muy incierta. Pero creen en mí”.
También compone. Aunque no ha publicado aún canciones propias, reconoce que la biología lo inspira de maneras inesperadas. “Lo que más me fascina es el fenómeno de la vida. Eso es pura poesía. A veces pienso en letras a partir de eso, de cómo estamos conectados con el resto de seres vivos”.
P: ¿Te ves algún día triunfando en la música?
R: “Soñar, sueño. Llenar el WiZink, por ejemplo, sería una barbaridad. Pero no lo persigo como una meta obsesiva. Me hace feliz lo que hago ahora. Si llega, genial. Si no, también”.
En un mundo dominado por los algoritmos, Álex defiende la vieja escuela. “Las redes están bien, han dado voz a gente que antes no habría llegado a nada. Pero yo prefiero el contacto directo. Los garitos pequeños, la calle Toro, los comienzos humildes. TikTok puede ser útil, pero a veces te salta etapas que te enseñan mucho”.
Una amistad que no se mueve del sitio
A pocos metros de la guitarra de Álex, siempre hay otra figura en silencio: su amigo Saulo. Sentado frente a él, no canta, no toca, no graba stories. Vigila. Y acompaña. Día tras día, cada vez que Álex sale a tocar en la calle, allí está Saulo, como un fiel escudero sin armadura pero con una lealtad que no necesita declararse.
“No me muevo de aquí hasta que él termina”, dice. Y no lo dice por decir. Se sienta desde la primera canción y aguanta todo el repertorio sin moverse, como quien ya se lo sabe de memoria y aun así no se cansa de escucharlo.
Su amigo, Saulo García, durante una tarde de música en la calle Toro de Salamanca
Más que por seguridad -aunque también esté pendiente de cualquier mirada rara o mano ajena-, lo hace para que Álex no se sienta solo. “Si alguien le intentara robar, estoy yo”, suelta medio en broma, medio en serio. Pero si no pasa nada, que es lo habitual, lo importante sigue siendo estar.
“No se lo he pedido nunca”, aclara Álex. “Viene porque quiere. Todos los días. Y eso vale más que cualquier aplauso”.
P: ¿Qué has aprendido de las calles de Salamanca?
R: “La amabilidad de la gente. Me ha sorprendido mucho. Personas mayores o chavales de mi edad me han agradecido lo que hago, incluso sin dejarme dinero. Eso te toca”.
Y aunque es tímido, ha aprendido a gestionar el micrófono sin que le devore. “Hablar en público me da más miedo que cantar. Lo paso peor exponiendo en clase que frente a veinte desconocidos en una plaza. Supongo que cuando canto, aparece otra versión de mí”.
Antes de despedirse, nos lanza una frase que condensa su forma de ver la vida:
“La música no es solo lo que hago, es donde me encuentro. Salamanca me ha enseñado que no necesitas una sala ni un contrato para sentirte artista. A veces, basta con una plaza, una guitarra y un día de viento”.