En las largas horas de silencio eléctrico, el mundo se nos encogió de repente. Quedó raquítico, delimitado por los sentidos: la casa y aquello que se llega a ver por la ventana. Nada más. Nadie más. Acostumbrados a la tecnología, qué cortita se queda la realidad que alcanza la vista. Dentro, todo se apagó, y fuera el trasiego inquieto se iba calmando con el tiempo.
Aquel era un silencio analógico, casi inédito en los hogares del siglo XXI. La televisión una ventana oscura, no se escuchaban avisos electrónicos, la nevera enmudeció su constante ruido blanco, no se oían cisternas, el móvil (por una vez) no tenía nada que notificar, no existían las redes sociales, y ni siquiera subía y bajaba el ascensor con su murmullo mecánico. Emergió el tic-tac de un reloj a pilas, movían de vez en cuando los vecinos alguna silla, se querían hacer escuchar lejanas conversaciones entrecortadas, y en la calle los coches parecían bestias ensordecedoras.
Era un silencio espeso, persistente, solitario y extraño, al que nos habíamos desacostumbrado. Tan inquietante que hasta mi perro Byron se pasó las horas alerta, dando de vez en cuando paseos a la ventana para intentar descifrar el misterio. Hasta para los perros, cuyo mundo no va más allá de los confines del barrio, todo se había hecho pequeño y desconocido. Y eso resultó ser lo más complicado de asumir: que lo que sucedía ahí fuera, y detrás de todos los horizontes, era ahora mismo desconocido. Ni siquiera la pandemia nos mantuvo desconectados.
Al bajar al coche y encender el motor descubrí que la radio sobrevivía. Y al otro lado había periodistas informando. Tras escuchar unos pocos minutos lo poco que se sabía del apagón histórico, volví a casa a buscar un transistor. Después de revolver armarios y cajas, recordé que el que tenía lo tiré durante la última limpieza de trastos. El 28 de abril volvió a ser el día de los transistores. Como lo fueron las largas y agónicas jornadas de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil y hasta la aterradora mañana del 11-M. La radio sobrevivió, una vez más. Con el arma de la voz para romper la estremecedora soledad muda. Con el poder del periodismo profesional como salvavidas esencial en los momentos importantes. La radio como pureza de una profesión que pierde el norte cuando quiere ser otra cosa que no sea una conexión permanente entre cada ciudadano y lo que sucede. La información es imprescindible para tomar decisiones, hasta de las más cotidianas.
La Unión Europea incluyó el transistor, a pilas por supuesto, en su kit de supervivencia, que aquí casi nadie preparó. Ahora sabemos que hay que meterlo entre las latas de conserva, las pastillas potabilizadoras, la linterna y la navaja. La electricidad volvió. Nadie sabe si fue el ataque mil veces advertido o solo un aviso. Y regresó el ruido eléctrico y el barullo incansable que, sin embargo, nos calmó de un plumazo la incertidumbre. Aquel silencio nos hace vulnerables.