Tierra y libertad

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Opinión La Tribuna de los sábados

Tierra y libertad

Hoy, casi 90 años después, el lema “Tierra y Libertad” ha mutado completamente de sentido y dado un giro de 180 grados.

Luis Ruiz del Arbol
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Esclavos, empuñad el Winchester. Trabajad la tierra cuando hayáis tomado posesión de ella. Sed fuertes todos y ricos haciéndoos dueños de la tierra; pero para eso necesitáis el fusil: compradlo, pedidlo prestado en último caso, y lanzaos a la lucha gritando con todas vuestras fuerzas: ¡Tierra y Libertad!” Esta proclama del año 1910 del revolucionario mexicano Emiliano Zapata condensa el ideal del movimiento libertario de las masas campesinas de finales del siglo XIX principios del XX. “Tierra y Libertad” era un sintagma vivido y sentido muy profundamente por un alto porcentaje de la población rural (se estima en más de 800 mil el número de afiliados al sindicato anarquista español CNT al inicio de la Guerra Civil. Si la causa de la pobreza y la miseria radicaba en la relación de sumisión a los terratenientes que detentaban la posesión de la tierra, la emancipación social y cultural del campesinado pasaba necesariamente entonces por tomar el control de la propia vida y destino a través del acceso a su propiedad, por las buenas o por las malas.

Se cumplen ya 30 años del estreno de la interesante —y hoy algo olvidada— película de Ken Loach, Tierra y Libertad (1995), basada muy libremente en el célebre libro Homenaje a Cataluña (1937), las memorias de George Orwell sobre su experiencia en la Guerra Civil. Loach/Orwell narran la historia del experimento de colectivización de las tierras por parte de la CNT entre 1936 y 1937, tratando de materializar el viejo sueño libertario. Las necesidades militares derivadas de la desfavorable evolución de la contienda, y las cruentas luchas internas dentro del bando republicano entre anarquistas (CNT-FAI) y trotskistas (POUM) frente a estalinistas (PCE) y socialistas (PSOE), dieron al traste con el conato de colectivismo agrario, fracaso idealizado por la literatura “comprometida” y la nostalgia de los perdedores, y que perduró en el tiempo como un etéreo ideal pospuesto sine die. El nexo sinalagmático entre la propiedad de la tierra y la obtención de la libertad, no obstante, operó durante mucho tiempo como un motto dentro del imaginario campesino, e iniciativas públicas como los pueblos de colonización durante el franquismo no se pueden comprender sin su potencia evocadora.

Hoy, casi 90 años después, el lema “Tierra y Libertad” ha mutado completamente de sentido y dado un giro de 180 grados. Desde hace 50 o 60 años el habitante del campo comenzó a identificar la libertad con la huida de las duras y ásperas exigencias del terruño y la asfixiante atmósfera moral y religiosa del pueblo, para volver a empezar una nueva vida, llena de oportunidades y horizontes, en la gran ciudad. La rápida industrialización del país debido a las políticas del desarrollismo llenó los núcleos urbanos a costa de la masiva inmigración rural interior, lo que, sumado a la introducción de los tractores y maquinaria pesada agrícola, vació en menos de una generación los pueblos y aldeas que, a día de hoy, si conservan algo de vitalidad, es gracias al turismo de naturaleza y a las segundas residencias de los descendientes de los antiguos emigrantes. “Tierra y Libertad”, en el mejor de los casos, es un eslogan de pancarta, una pose estética para lucir en los grupúsculos “revolucionarios” —si es que alguno queda de verdad—, en las manis y tabernas garibaldinas de la ciudad.

La conciencia cultural de los efectos de este fenómeno se ha acelerado en el periodo post-pandemia del COVID19. En particular, en los últimos años se han publicado en España varios cómics y nóvelas gráficas sobre el nuevo lugar común de la “España vacía”; entre ellos, cabe destacar las preciosas obras de Ana Penyas —cargadas de un potente discurso feminista e intergeneracional— Estamos todas bien (2017) y Todo bajo el sol (2021), o la nostálgica y neorrealista —más cercana al espíritu de la inmensa Cinema ParadisoRonson (2024), de César Sebastián. Sin embargo, por su mirada poética, el amplio arco histórico que abarca y su delicadísima factura técnica, me parece especialmente digna de reseña Barbecho (2024), de David Sancho. Barbecho recorre el día y a día y los recuerdos de Emilio, un anciano agricultor, el último habitante de un minúsculo pueblo del que todos sus convecinos han ido emigrando tras la promesa de una vida mejor en la ciudad. Emilio se resiste a dejar su trabajo, su casa y los campos, casi todos ellos en barbecho por falta de cultivo y cuidado, y se aferra a una forma de vida, exigua y precaria, que con el paso del tiempo se va volviendo más y más fantasmagórica.

La historia que cuenta Barbecho se despliega al compás del ciclo del cultivo de los campos de cereales que trabaja Emilio: desde la minuciosa roturación del campo y la siembra a la laboriosa cosecha. A través de varios flashbacks entrelazados con sus solitarios quehaceres cotidianos, el cómic va mostrando, sutilmente, sin sermonear al lector, la creciente conciencia del protagonista de que, junto con él, morirá toda la memoria de su pueblo: sus historias, cantos y tradiciones. Mediante una magistral combinación del color y el blanco y negro, David Sancho nos abre a la paradójica belleza de la agonía de un mundo, al hipnótico espectáculo, preñado de una suerte de nostalgia anticipada, del crepúsculo de una manera de vivir, y a la inaudita y sencilla esperanza de Emilio en un improbable renacer.

Según el autor, el título de Barbecho es ya toda una declaración intenciones, ya que “para que la tierra sea fértil es importante ponerla en “barbecho”, dejarla descansar entre cultivo y cultivo para que el año siguiente la cosecha sea más próspera. Ahora bien, hay (…) [un] peligro, el del olvido, que sucede también con los pueblos de la España vaciada (…) y que podría parecer que están en un “barbecho” eterno, abandonados.” Sin embargo, la mirada que David Sánchez lanza sobre el descuido del campo no está dominada por el reproche, el resentimiento o el fatalismo, ya que "lo que quería transmitir es que estos pueblos no están muertos, lo que cambia es el estilo de vida que ha habido hasta ahora. Pero eso no quiere decir que tengan que desaparecer. Si hay voluntad se pueden hacer cosas, la gente de los pueblos es muy resiliente. Pero el tema requiere atención."

Que el barbecho sea el centro neurálgico de esta magnífica obra no obedece a una pose estética: nace del asombro ante la inconcebible persistencia de la esperanza, que permite al protagonista seguir en pie a pesar de la dramática incertidumbre sobre cuál será el destino de todo lo que ama, que parece a priori condenado a perecer en el olvido. Barbecho tiene la gran virtud de no romantizar los pueblos —ni poner paños calientes a la terrible desaparición de todo lo valioso que tenía la vida campesina—, sino que se hace cargo del dolor, la fatiga y la heroica resistencia de sus habitantes, simbolizados en el personaje de Emilio. La tierra no está definitivamente perdida: está en barbecho, en un larguísimo stand by, abierta en sus surcos a la imprevista posibilidad del milagro de su redescubrimiento por nuevos hombres y mujeres como objeto de un renacido y acuciante deseo de libertad.

Luis Ruiz del Árbol es abogado e ilustrador.