En una reunión sobre armas nucleares entre Estados Unidos y Rusia, la entonces secretaria de Estado estadounidense, Madeleine Albright, se presentó con un misil en la solapa. Su interlocutor, el ministro ruso de Exteriores, Igor Ivanov, le preguntó si ese era uno de sus misiles interceptores, a lo que ella respondió: “Sí, y como puede ver, sabemos cómo hacerlos muy pequeños. Así que más vale que esté preparado para negociar”.

Madeleine Albright fue una maestra en el uso de la “diplomacia del pin”: desde la primera serpiente con la que respondió al régimen de Sadam Hussein hasta el triste pájaro azul con el que condenó un ataque a civiles en Cuba. Su colección de broches, que incluye uno regalado por Javier Solana, se exhibe en el Museo Nacional de la Diplomacia Estadounidense, a unos 20 minutos a pie desde la Casa Blanca. No consta que Donald Trump se haya paseado mucho hasta allí, donde se rinde honor al delicado arte de entablar relaciones internacionales, de limar tensiones geoestratégicas y de edificar el frágil diálogo entre culturas y países del mundo desde el respeto. La diplomacia, tecnología humana de alta precisión.

Arancha González Laya, una de nuestras ministras-cometa (brillantes y fugaces) también usa de maravilla los códigos de la vestimenta y los complementos a la hora de tratar con sus homólogos extranjeros; lo vimos en el rato que estuvo en el Ministerio de Exteriores. No hablamos de protocolo, sino de audacia textil. Pero no está hecho el metalenguaje para la boca del asno; ella misma recordaba estos días en una entrevista posbronca cómo pudo comprobar en su primer mandato que Trump solo sabe hablar con una pistola sobre la mesa.

El presidente de Estados Unidos, que habla de la paz como si fuera una salsa de hamburguesa y comenta indolente las cosillas de las guerras con una gorra roja puesta, interpretó el otro día que Zelenski iba de sport. Zelenski, que de pies a cabeza es una crónica de la invasión de su país y que -se lo leí a Silvia Román en El Mundo-, de hecho, sí guarda en su armario lleno de prendas negras y verde caqui una funda con el traje que se pondrá cuando acabe la guerra.

A la reunión de mandatarios europeos para arropar a Ucrania en Londres, a la que su presidente fue de nuevo con su actual uniforme de trabajo, se sumó entre otros el primer ministro de Canadá, también zarandeado por Trump últimamente y también aliado de Ucrania. Justin Trudeau se hizo famoso por hablar a través de sus calcetines. De Star Wars, del símbolo de la OTAN, del arcoíris. Uso análogo al de los broches de Albright y las chaquetas de González Laya. Los calcetines más elocuentes del momento se fabrican en un pueblo de Burgos: Pradoluengo. Los hay de tréboles de cuatro hojas, de calaveras, del Che, de ovejas o de rayas. Pero sobre todo, hay unos perfectos para este momento de geopolítica inflamable que se nos está quedando: modelo Guernica. El horror de la guerra, talla única.