Antonio Machado
En la muerte del poeta errante
Un joven Antonio Machado decide trasladarse al altiplano numantino bañado por el Duero. El primer impacto, a su llegada, noquea al joven poeta, que “reconoce la esencia de España” en esas tierras de Castilla.
Los médicos así lo confirman. Cipriana Álvarez Durán ha fallecido. Única heredera de la fortuna de su marido, reconocido médico, gobernador civil, catedrático y académico, ha sido la encargada, hasta el momento, de mantener a sus nietos tras la prematura muerte de su único hijo Antonio. Con su desaparición, la tercera generación debe remangarse después de haber vivido, muy holgada, unos primeros años de juventud a caballo entre Sevilla, Madrid y París. Francisco Ginés de los Ríos se reúne con el mediano de los tres hermanos, gran conocedor del francés y de la literatura gala, al que ofrece acceder a la plaza de Catedrático. Éste acepta y solicita destino en Madrid.
De no ser posible, elige su Sevilla natal como alternativa. La respuesta es negativa. Por el momento, y a este le urge el trabajo, sólo existen tres vacantes: Baeza, Mahón y Soria. Así, un joven Antonio Machado decide trasladarse al altiplano numantino bañado por el Duero. El primer impacto, a su llegada, noquea al joven poeta, que “reconoce la esencia de España” en esas tierras de Castilla. Los álamos dorados, los caminos de la rivera, las hojas secas, el sonido del agua al pasar y las cifras en la corteza que son fechas de enamorados componen el escenario que se instala en el interior del poeta, de donde no saldrá: conmigo vais, mi corazón os lleva. Quizá suene castellano, paisajístico y poco más. Pero este viaje cambia, en parte, la poesía nacional.
Por entonces, la lírica patria era un juego de contemplaciones y distracciones. Machado, aún con el poso simbolista de Verlaine en sus versos, se ve zarandeado por Unamuno: "No te quedes en los caminos de la tarde, Antonio, pasa a la acción". Así, el poeta marca la senda que sí se ha de pisar: Importa, de su etapa parisina influida por la corriente simbolista, médula de su obra inicial. Más tarde, señala el camino hacia una lírica de corriente realista y comprometida que no renuncia a la presencia de referencias y símbolos.
En paralelo a este crecimiento literario, por primera vez, con 32 años, Antonio Machado comienza a trabajar. Ejerce como profesor de francés en el Instituto de Soria. Un hecho aparentemente mundano, pero que destila en sus versos una revelación: el trabajo es su vínculo con el mundo, su anclaje con la sociedad. En su labor cotidiana encuentra la dignidad de quien construye su vida con sus propias manos: "A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago".
Evoluciona la poesía machadiana. Incide en que todo permanece bajo los tres símbolos de la nada: la muerte, el silencio y el olvido. Pero, mientras tanto, todo se transforma y así lo debe asumir el hombre. Como las aguas de Heráclito, Machado defiende, como novedad en su obra, que la existencia es un flujo continuo. Una lección que vale su verso en oro en tiempos de redes sociales, de comparaciones, de insatisfacción impuesta por el algoritmo que siempre susurra, al oído, tramposo, efímeras promesas de que él puede ofrecer algo mejor a golpe de clic. Machado ofrece una enseñanza distinta: la belleza de lo que existe, la aceptación del cambio inevitable.
Mirar atrás es, en su poesía, una forma de confirmar ese movimiento perpetuo, a veces tránsfuga: yo he maldecido mi juventud sin amor. ¡Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar! Pero pronto, un rayo le alcanza, como al olmo seco, en forma de Leonor. Hay futuro. La mirada enamorada de Machado logra cantar a Soria y a Castilla como ninguno. Pero todo cambia. El destino, siempre despiadado con el poeta, le arrebata a su esposa demasiado pronto. Esa mirada luminosa se termina apagando, a diferencia de ese amor que asume eterno. Tras el diagnóstico terminal de Leonor, Machado pide un milagro de brotes verdes a la primavera. Aunque la sintió tan verdadera, la mano de Leonor que Machado notó sobre la suya, finalmente, sólo fue en sueños.
Durante el duelo, Campos de Castilla triunfa. Machado cree que el éxito se lo debe a Leonor. Pese a la profunda pena, decide continuar viviendo. Cambia de ciudad para intentar cerrar esa herida que tanto supura. Llega a Baeza, un lugar, para Machado, apagado. “Soria, en comparación, es Atenas”, afirma. Pero allí se queda.
En 1916, el catedrático Domínguez Berrueta, profesor de la Universidad de Granada, visita Baeza con sus alumnos. Una de las paradas es en el instituto. Allí les recibe Antonio Machado. Entre los visitantes hay un joven, especialmente inquieto, interesado por la obra del poeta. En un resorte de nervio, este alumno se acerca al piano del aula e interpreta a Falla. Sorprendido por aquel torbellino, Machado se acerca a él. La conversación fluye hasta desembocar en poesía. Ambos recitan a Rubén Darío.
La chispa se enciende. Termina la visita y el de Sevilla no deja de pensar en aquel universitario granadino, Federico García Lorca de nombre, que tanto le ha impactado. Aquel cuyo destino Machado lloraría con versos de sangre, años después: Mataron a Federico cuando la luz asomaba. El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara. Todos cerraron los ojos; rezaron: ¡ni Dios te salva! Muerto cayó Federico —sangre en la frente y plomo en las entrañas—. Que fue en Granada el crimen sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.
Los años pasan. La poesía de Machado evoluciona, y con ella, su compromiso político. La guerra civil estalla y la sombra de la muerte se cierne sobre España. Su intención es la de quedarse en Madrid a morir, ya sea de viejo o de tristeza. Pero su familia insiste en que siga a sus amigos intelectuales, que se trasladan a Valencia, esquivando al bando nacional. Acepta a regañadientes. A los Machado les asignan villa Amparo, situada en la localidad de Rocafort. Una casa hortelana, con limoneros y acequia, un consuelo terrenal que tanto le recuerda a su palacio de las Dueñas y a ese patio de la infancia: otra vez, ayer, tras la persiana, música y sol. En el jardín cercano, otra vez, el fruto de oro.
Se recrudece la guerra. Los Machado recalan en Barcelona. De allí, junto a miles, emprenden el camino hacia Francia. Un camino duro, arduo, marcado por el viento y la lluvia. Y en vano, pues la frontera está cerrada. Cerca de ellos, el pintor Lorenzo Aguirre trata de consolar y calentar a su aterrada y aterida hija de ocho años. Buscando ayuda, este padre -también pasmado de frío- levanta la cabeza y comienza a desgranar la variedad de compatriotas que hay allí. Su hija ve cómo en el rostro se le instala el dolor. Sus ojos ya no son pupilas, sólo son un pozo de rabia.
Este, aprieta todavía más la mano de la pequeña y con la voz temblorosa le dice: “Mira. ¿Ves a ese señor de ahí, el del bastón y el sombrero? Ese señor es muy importante, hija. ¡Es un poeta! Es don Antonio Machado”. Aquel que celebra su 150 aniversario este año. Aquel que murió lejos del hogar, en un país vecino, siempre hoy, 22 de febrero.
Alberto Palacios es periodista.