"Nadie es lo bastante bueno como para confiarle el poder absoluto", nos enseñó James Bryce (Modern Democracies). Es cierto que esa afirmación la hizo sin conocer a Pedro Sánchez, porque de haberlo conocido, el bueno de Bryce se habría enmendado a sí mismo para dar cabida a la excepción. A nosotros en España nos gobierna un ser de luz, y por tanto nosotros no debemos preocuparnos lo más mínimo, faltaría más. Pero los sistemas democráticos (aludo a la democracia liberal, aludo a la democracia que conjuga urnas y Estado de Derecho) se forjaron para que incluso cuando llegase al Gobierno un tipo sin escrúpulos, resultase salvaguardado lo básico. De ahí la importancia de velar por el cuidado de las instituciones.

Es importante que las instituciones democráticas no se desvirtúen y no se conviertan en lodazal partidista, porque el deterioro institucional debiera preocupar a cualquiera. Cuando alguien se topase con que las instituciones democráticas son pisoteadas, sería suicida celebrarlo con el argumento de que el pisoteo haya sido ejecutado por los suyos. Una vez que el erial institucional se haya afianzado, cuando manden otros aprovecharán esa misma ausencia de cortapisas. Gobernar sin límites ni restricciones es el deseo de toda mentalidad autoritaria: que haya ciudadanía dispuesta a aplaudir que se dé tal destrozo (con el pretexto de que ahora son los beatíficos suyos) gesta un escenario de consecuencias previsibles.

Aludía de forma rápida en el primer párrafo. La democracia no es sólo convocar a las urnas. Las urnas son importantes, siempre y cuando exista una arquitectura institucional que llamamos Estado de Derecho, desde el que pueden desplegarse con plenitud derechos y libertades de la ciudadanía. Esto lo entiende cualquiera, salvo Juan Carlos Monedero, que andará por ahí celebrando la victoria "democrática" de Nicolás Maduro; supongo que junto a los Zapatero, las Rego, las Díaz, los Urtasun... y todo ese listado inacabable de indecencia y complicidad con el tirano. Ni olvido ni perdón, entrañables personajes de vocación despótica. Ni olvido ni perdón.

De modo que sí, a diferencia de los totalitarismos, las democracias suponen poder limitado, poder sujeto a vigilancia institucional y de la opinión pública. No es nada nuevo, pero sigue siendo imprescindible recordarlo. La teoría del equilibrio o el modelo de balance of powers presentaba, a mediados del siglo XVIII, un razonable asentamiento teórico. Al vizconde Bolingbroke podríamos considerarle un significativo padre de la criatura, pero incluso hay antecedentes. Dicho de forma muy esquemática, la fórmula la intuyó Harrington en Oceana (1656); y Locke forjó consistentes bases para afianzar esa división y equilibrio del poder; y luego Montesquieu, por supuesto, reforzó esa fragmentación, concibiendo al Judicial como distinto de los otros poderes.

Sin los clásicos checks and balances, no es que la democracia sea peor... simplemente no es, simplemente no existe. Sin un fluido engranaje de equilibrios y contrapoderes, podrá existir un sistema donde acudamos a votar cada cierto tiempo, pero eso no es una democracia que merezca llevar tal nombre. ¿Por qué les cuento esto? Porque junto a los éxitos ya conocidos que caminan en similar dirección, el nuevo single gubernamental es cargarse la "acción popular", recogida en el artículo 125 de la Constitución.Numerosos palmeros gubernamentales vienen recordándonos desde el viernes que esto es una forma de acabar con "la fiesta de los ultras". En consecuencia, una vez más, todo esto es por nuestro bien. Quién podría dudarlo.