La vida, la libertad; no estar sometido a esclavitud ni a torturas; la libertad de opinión y de expresión; la vida en familia, la educación y el trabajo son, entre otros muchos, parte de los fundamentales derechos que asisten a todos los hombres sin discriminación de ningún tipo. 

La ley del terror que durante cuatro décadas impuso la banda terrorista ETA, aquellas balas a traición, los secuestros, el dolor, los tiros en la nuca, las dianas pintadas en las paredes, las amenazas, la extorsión, el asesinato, dieron al traste con los derechos fundamentales de miles de españoles. No fueron sólo los casi mil muertos, sino también sus familias, la sociedad entera, los que vivieron con el miedo como compañero de viaje, los que vieron dinamitado su día a día.

La inclusión en las listas electorales de Bildu de 44 condenados por terrorismo, siete de ellos con delitos de sangre, es un hecho repudiable más allá de una ideología o de unos intereses partidistas en víspera de elecciones. Aunque los candidatos de Bildu han anunciado que renunciarán a su acta de concejal en el caso de obtenerla, el paso está dado. No son casuales 44 nombres con una condena en firme por terrorismo a sus espaldas, unos por asesinos, otros por necesarios colaboradores y encubridores, chivatos al servicio de una ideología totalitaria que privó a la sociedad vasca, a toda la sociedad española, del derecho a la vida, a la paz, el trabajo y la palabra. 

No hablamos de sus cachorros, de sus herederos, de simpatizantes de la causa. Hablamos de etarras condenados que dinamitaron la convivencia, que sentenciaron a muerte a todo el que no pensaba como ellos en el nombre del nazionalismo más salvaje, con zeta de nazis. Pusieron mordazas en los labios donde debían florecer los besos, balas donde era necesario el diálogo, silencio en la música de la vida. Condenaron al exilio a los vascos no nacionalistas, dividieron a las familias, se adueñaron de la tierra de todos. Nadie nunca ha pedido perdón.

Los muertos no hablan, no regresan, no tienen voz, ni palabra, ni ideología. Pero nosotros, los vivos, somos su memoria. Por esa libertad, por justicia, por tantas vidas robadas, incluir el nombre de asesinos y terroristas en listas electorales para representar al pueblo, para defender la ley y la Constitución que nos garantiza esos derechos irrenunciables, es como poner al lobo a guardar el rebaño, va mucho más allá de la derechona o la caspa. Como española, como ciudadana, como persona, me niego a que un terrorista represente a la sociedad en la que vivo, en la que creo.

España ha conseguido apartar de la política a los condenados por corrupción, pero asiste atónita a la inclusión de terroristas en unas listas que aún hoy, años después del fin de ETA, hacen temblar los cimientos del Estado por lo que suponen de pulso, de desafío, al brutal dolor infringido a tantos hombres, mujeres y niños que se quedaron sin derechos, sin vida. La muerte es el olvido.

Porque creo en la democracia, no creo que sea bueno ilegalizar a quienes representan cualquier pensamiento, incluso en las antípodas de los míos. En el votante está la libertad de elegir, de saber qué quiere, a quién vota. 

Fuimos millones de españoles los que inundamos las calles de manos blancas para pedir el fin de tanto dolor, tanta sinrazón, tanto miedo. Como tantos, alcé mi copa el día que España conocía el fin de ETA, el silencio de las armas. Por decencia, por respeto, por moral, por humanidad, espero que nunca represente a mi pueblo un asesino con las manos manchadas de sangre. Porque eso, la sangre, es el hilo que nos ata a la vida, la llamada del corazón, el flujo que nos iguala. Porque la sangre no puede ser nunca el peaje de pensar distinto, el precio de la paz.