Escribir sobre Javier Marías es un atrevimiento, un descaro, una falta de honradez profesional cuando no se alcanza a interpretar su obra mucho más allá de sus columnas. Así que hagámoslo desde el respeto también por uno mismo. 

Ahora que parecía que Begoña Villacís, esa última flor naranja sin maceta ni jardinero, se le había adelantado a la izquierda en el golpeo de pecho por la muerte del escritor, proponiendo renombrar una estación de metro madrileña como 'Estación Javier Marías', se me ocurre que al ya por siempre joven Javier, ahora que la muerte le habrá abierto los ojos, le habría parecido más idóneo dedicarle qué se yo, un colegio, un instituto o un premio para animar a los jóvenes a huir de lo suyo y encontrar sentido a algo en la Literatura. O quizá no dedicarle nada, que al final uno escribe sólo para que lo lean, no para que le pongan plazas una vez muerto.

Y como lo ha propuesto Ciudadanos, ese niño pequeño al que nadie hace caso mientras sus padres se gritan entre ellos, esta vez nos hemos evitado el engendro de lo ocurrido cuando falleció Almudena Grandes.

Parece ser que tanto Ayuso como Más Madrid manejan ya entre sus urnas ponerle su nombre a una biblioteca. Es más, en esa carrera por ver quién se acuerda más del muerto, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha anunciado que le pondrán el nombre de la madre del difunto a un auditorio, que parece que es deseo de la familia. Y así hasta que fallezca el siguiente y volvamos a enredarnos en los nombres, en los metros y en las placas, y no en los libros.

Más allá de las loas posteriores al difunto, tantas de tecla rápida y como de plañidera esperando el siguiente obituario, ya no queda nada. La única suerte que quizá tengan los que se quedan, es que como Marías también escribía en El País, quizá haya alguien que sí encuentre oportuno esforzarse en que los chicos lean alguna de sus obras, que de quiénes fueron los que dan nombre a las estaciones de metro no se acuerda nadie al poco. 

Marías, ese escritor que le dedicó una columna a su asistenta, echando por tierra las denuncias un poco puritanas de quienes creen que este género se está deformando en un selfie literario, hablaba de España como ese 'país de brocha gorda', en una de esas genialidades de síntesis reservadas a los obreros del lenguaje.

A brochazos sin escurrir encalamos las ideas del otro hasta convertirnos en lo que nos falta. Que suele ser el otro. Algo que me recuerda a lo de Olona el otro día en la Univerdad de Granada, que nos recordó lo imposible del debate en una España que reivindica la censura en nombre de la libertad. 

Quizá haya querido el autor de 'Corazón tan blanco' descansar un poco entre tanto griterío en esta España convertida ya en un corsé que asfixia la vida cotidiana hasta un punto de agotamiento existencial que sólo da un respiro cuando se juega la Eurocopa. 

Son los bares, cuando juega la selección de fútbol, el LSD que nos permite convivir. El lugar donde dejamos de mirar con recelo al de al lado porque lo sentimos del nuestro, y así todo es más fácil. 

Entre caña y chupito, los gritos y lamentos por las ocasiones perdidas son unánimes y ese compartir camiseta sudada se convierte en nuestra única vacuna posible contra la barbarie. Así que el fútbol, cuando juega la selección, parece el único tren en el que cabemos todos sin despellejarnos.

Con la frente cada vez más despejada y despojada de lo políticamente correcto, Marías hablaba a veces también de fútbol como de la vida, que bien mirado son un poco lo mismo. Una forma más de libertad la del madrileño, que quizá provocó entre los suyos o ajenos, académicos como lo era él, más de un respingo altivo un tanto burgués. 

Licencias que podía permitirse quien se desnudaba del artificio para escribir sin otro objetivo, quizá, que el de sumergirse en la búsqueda, fin último que deja también en un segundo plano la importancia de un nombre en una estación de metro.

Sus columnas, directas, incisivas y siempre un tanto grises, reflejaban con cierta desazón la deriva estúpida a la que nos precipitamos en lo que bautizó como "la imbecilidad reinante". Contra esa imbecilidad, su escritura.