A la vista de la evolución que está tomando la celebración de la Navidad, que no de las fiestas en los últimos años, voy a intentar recordar cómo he vivido las fiestas Navideñas a lo largo de mi vida.

Como miembro de una familia de clase media de cinco hermanos, de los cuales yo era el tercero, y viviendo en la Avenida del General Franco, (entonces, ahora y siempre Acera de Recoletos), con una galería generosa, era obligado montar, no un Belén sino un auténtico Nacimiento puramente artesano, y en ello colaborábamos con los amigos, y así, los Martin Sappia, los García Greciet y los León de la Riva nos desplazábamos a las vías del tren a recoger escorias que arrojaban los trenes entonces movidos por máquinas de carbón con las que debidamente ensambladas con la escayola teñida con ocre, y rellenos con trozos de musgo que arrancábamos de las tapias de los Filipinos teníamos un panorama montañoso en el fondo y los laterales de los 4 o 6 m2 que ocupaba el nacimiento.

Por supuesto, el cielo y las paredes creados con papel de forrar de color azul en el que habíamos pegado las estrellas que previamente habíamos recortado en “papel de plata”. Cruzando el cielo, desde el castillo al portal, un hilo de nylon soportaba la estrella que guiaba a los Reyes Magos. Por supuesto no faltaban el Portal, el rio con sus puentes, pescadores y patos, el Castillo de Herodes, la Anunciación a los pastores, la posada, el panadero, los pastores, los Reyes Magos y decenas de figuras estratégicamente colocadas, en el escenario confeccionado con musgo y arena.

Este modelo lo mantuve los años que viví en Simancas ampliando la superficie a seis metros cuadrados instalado en el porche y con más y mejores figuras y edificaciones, alguna de estas “heredadas” del maestro Eloy Diez y otras compradas en Murcia donde hay una importante producción de belenes. Las últimas las adquirí en Nápoles en algunos de mis últimos viajes.

Ahora, en mi pequeño piso de la Plaza de Zorrilla, por razones de espacio, tan sólo monto un Belén, un Misterio dicen ahora, de los más de 30 de mi colección. Habitualmente uno que adquirí en Jerusalén hace 30 años, con 11 figuras talladas en madera de olivo de 27 centímetros, más tres ovejas, y el más pequeño montado en una nuez, no faltando uno ambientado en un campamento de indios siux.

Además de los belenes recuerdo la cabalgata, entonces con figuras más adecuadas a la época, con pastores, caballos, burros, ovejas… y no la aberración de los monstruos inspirados en las revistas de los dibujos actuales.

Misa del Gallo obligada en el Colegio de Lourdes, (yo era de la Escolanía), y en la noche del día 5, los zapatos colocados en la sala de espera de la consulta de mi padre, con la consiguiente bandeja con una botella de champán y unas pastas para agasajar a sus Majestades, a quienes previamente habíamos escrito con nuestras peticiones, y habíamos depositado en la boca del buzón del edificio de Correos. Y al día siguiente felicidad infantil salvo para aquellos que se habían hecho acreedores al carbón, que era azucarado.

En alguna de las tardes navideñas acompañaba a mi padre, que era maternólogo del Estado, a repartir en el edificio de Auxilio Social la bolsa del aguinaldo a las familias desfavorecidas de la ciudad.

Y así transcurrían nuestras vacaciones de Navidad, que nos permitían disfrutar tan sólo dos o tres días de los regalos de Reyes, porque el día 9 había que volver al colegio. Por entonces, los regalos del árbol, e incluso del propio árbol no se llevaban.

Hoy, atosigados por esta nueva normalidad impuesta por el virus y el Gobierno, casi todo esto se ha ido apagando. Ya vendrán tiempos mejores. Me conformo con visitar los Nacimientos montados en Las Angustias, Las Francesas, la Diputación y San Ildefonso, este el más auténtico, sin olvidar el napolitano del Museo Nacional de Escultura.

Hasta la semana que viene.