Soy, por madrileño y a mucha honra, por tanto un urbanita en esencia y existencia. Toda mi vida ha transitado de ciudad en ciudad, con estancias estivales de juventud en la sierra de Guadarrama, en Cercedilla  y sus alrededores, para ser más preciso. No he tenido ocasión de poder vivir en un pueblo. Veraneante sí, pero no residente habitual.. Soy pues un “paleto” de ciudad, aunque no esté convencido de que ésta sea una buena forma de disfrutar, ni de entender la vida. Creo que el bullicio, el maldito estrés y la cantidad de tiempo perdido en tantas idas y venidas, en la masificación y el esperar de manera insufrible en las colas de lo que sea, me han robado una parte importante del ser y el existir cotidiano.



Este año, tan distinto en todo, tan diferente en tanto, me hizo replantearme mi descanso merecido, después del insufrible confinamiento impuesto y del teletrabajo agotador y extenuante. Decidí –qué gran acierto- alejarme de la ciudad y buscar la paz y el sonido olvidado de los mensajes que traslada la naturaleza. Cambié el ruido de las sirenas, el tronar de los motores de los coches y la tortura del eco infernal de la vida urbana, por los aromas de la montaña palentina. Me faltaba el aire, sentía que me robotizaba y deshumanizaba. La monótona rutina se sucedía sin remisión. Llevaba tiempo meditando y escogiendo el lugar donde recuperar un tono vital perdido.



Arbejal, muy cerquita de Cervera de Pisuerga, fue mi destino seleccionado. Su nombre ya me suscitó una curiosidad especial. Nunca había oído su nombre, pero me parecía contundente y atractivo. Indagué y descubrí que hace referencia a una planta de la familia de las leguminosas, de la algarroba. Todo un descubrimiento y motivo de crecimiento idiomático. Esta pequeña localidad, de apenas ciento cincuenta y dos habitantes, es una pedanía cuyo entorno es el parque natural de Fuentes Carrionas y Fuente Cobre-Montaña Palentina, un auténtico paraíso de bosques, ríos y pueblos encantadores. Muy próximo se encuentra el embalse de Requejada, en plena ruta de los pantanos y auténtico referente paisajístico de la zona. Un marco incomparable en el que redescubrir y descubrir tantas esencias olvidadas y desconocidas.



Tuve la suerte de poder encontrar una casa junto al río Pisuerga que, con el rumor y frescor de sus aguas, nos acogió y libró de los rigores del fuego del calor estival. Qué gratificante era sentarse a escuchar el discurrir de su corriente trepidante al amanecer, al atardecer y en cualquier momento de la jornada. No había silencio artificial, se escuchaba una música natural compuesta por el trino de los pájaros, el palmear de las hojas mecidas por el viento, el ladrido de un perro, el mugir de las vacas, o el repique de la campana de la torre de la iglesia. Un concierto alegre, colorido, cambiante, con el permanente estribillo del caudal cercano, era su rima. El ansiado descanso tomaba cuerpo y se enriquecía con los aromas, luces y sabores percibidos. El aire, puro, limpio, tonificante reponía  un equilibrio físico y mental quebrado por la rutina del sin vivir de la vida cotidiana de la ciudad deshumanizada, y profundamente desnaturalizada. No exagero la felicidad y la quietud que he podido disfrutar.



Varios días, mientras contemplaba embelesado ese espectáculo de belleza creada, me visitaba un armiño atrevido. Jamás había visto uno. Su nervioso corretear y vivaracha curiosidad era cautivadora. Qué animal tan hermoso, pequeño y valiente. Su sorpresa ante mi presencia solo era comparable a la mía, admirados el uno y el otro de nuestra imprevista actitud amistosa. No he dejado de relatar esas escenas entrañables entre mis amigos y conocidos.



Pertrechados con el bastón de rigor para la ocasión, se imponía el paseo tranquilo, sin prisa, por caminos y veredas. Aves de nombres imposibles para mí, corzos, zorros y martas –tampoco las había podido ver tan de cerca- nos descubrían una riqueza de fauna silvestre formidable. Según los lugareños, tierra de osos, lobos, nutrias y otras tantas especies son habituales. El caminar no era cansado, aburrido o automatizado, como en la ciudad, nuestros pasos se escuchaban sonoros y amables. Hayedos, robredales, abedulares, sabinares, pinares, chopos y una infinidad de plantas y matorrales blasonaban el recorrido. Agua, tierra, aire y, afortunadamente, ausencia de fuego, se citaban de manera oportuna y conveniente. Campos de cultivo faenados por laboriosas gentes eran aprovechados por las cigüeñas a la caza de topillos, ganado pastando tranquilo, y  la contemplación de un paisaje cautivador de abundantes tonalidades cromáticas completaban el genial escenario.



Pasear, leer, y descubrir sensaciones agradables, eran vivencias verdaderamente reparadoras. Dormir con manta, echar una cabezada durante la siesta, dar buena cuenta de comidas exquisitas y hablar con los lugareños, de los que tanto he aprendido, no completan, con justicia real,  mi encuentro con el mundo rural que intento compartir. He recorrido calles, he admirado la solidez de las edificaciones de piedra, tan necesario para afrontar el rigor del invierno; me he detenido ante las casas vacías, abandonadas, algunas en estado de ruina total; me he fijado en la forma de vivir de sus gentes y de sus visitantes; he querido interpretar su pasado, su presente y su futuro a la luz de las evidencias palpadas. Todo pueblo tiene su historia, su idiosincrasia, su particular forma de entender la vida, la economía local y la relación humana. Ninguno es igual a otro, todos son distintos, pero unidos por un presente dormido y un futuro incierto. Esto me conmueve, me preocupa y me apena. Todos los núcleos que he visitado han tenido un pasado mejor, por vital y alegre. Escuelas cerradas, iglesias sin servicio religioso, casas agonizantes, o negocios quebrados, son estampas demasiado habituales. No puedo callar, debo describir ese espíritu de nostalgia y claudicación ante la derrota asumida que he detectado en mis conversaciones. También esto me ha rehumanizado por dentro, me ha hecho detenerme y reflexionar.



Muchos son los núcleos que he visitado: Rebanal de las Llantas, Ruesga, San Martín de los herreros, Triollo, Alba de los Cardaños, San Salvador de Cantamuda, Areños, Lebanza, Polentinos, El Campo, Lores y , por supuesto, Cervera de Pisuerga.  Todos, sin exclusión, me parecieron acogedores y entrañables. Todos tienen algo que ofrecer al despistado viajero que por aquellos parajes se deja caer.



De sus gentes les hablaré en mi próxima colaboración, ya que merecen un capítulo especial por la calidad humana que atesoran y un conocimiento popular, pero enriquecedor, que conmigo compartieron.  Como decía y ahora repito, soy un “paleto” de Madrid.



La ecología no es solo la interpretación sostenible del equilibrio natural, también es el cultivo del espacio interior de una persona. La vida acelerada, hasta descerebrada de la ciudad, con sus rutinas y desasosiegos, individualizan al hombre y despersonalizan al ser humano. El contacto con la naturaleza, el saborear cada instante, y la construcción íntima, personal, es posible en el mundo rural. Cierto es que se necesitan medios y equipamientos para la supervivencia, no lo voy a negar, es evidente. También de estos trascendentales asuntos encontraré el momento de compartir, reflexionar y trasladarles mis particulares opiniones Hoy, con honda gratitud,  pretendo compartir una maravillosa experiencia con todos ustedes. Mi tiempo de vacación y holganza terminaron,  desgraciadamente, pero la renovación que he probado y he sentido ha sido revitalizante y estimulante.