Domingo de Ramos 2021

El papa Francisco, durante la celebración por el Domingo de Ramos en el Vaticano. Reuters

Nada sabemos de la vida privada de Jesucristo, ni los evangelios hablan de ella. La Iglesia, para hacer creíble lo increíble, ha escrito una historia, como dogma de fe, que los católicos están obligados a creer, y cuando aquellos relatan los hechos que se conmemoran hoy, se refieren, únicamente, a la entrada del Maestro en Jerusalén, vestido de blanca túnica, sobre un pollino del mismo color.

Como espectáculo -si existió– seguramente respondió a lo que se le pretendía. Pero es difícil aceptar, como afirman todos los evangelistas, que la llegada a Jerusalén de un hombre, elegantemente vestido, cabalgando sobre un burro que acudía, como tantos, a celebrar la Pascua, lo recibiera una multitud con la expresión Hosanna al hijo de David, Bendito sea el que viene en nombre del Señor.

Hoy sabemos que las manifestaciones, de cualquier tipo, no se producen por generación espontánea. Detrás existe una organización, unas personas dedicadas, en el caso que nos ocupa, a comprar las palmas y distribuirlas, a convocar a los afiliados y simpatizantes a fin de que reciban al líder, con el mayor ruido posible, a preparar el alojamiento para los discípulos que intervendrán en los encuentros, reuniones y mítines, en este caso, encaminados a la propagación de las ideas defensoras de la libertad, liberadoras del yugo al que los tenían uncidos los romanos al pueblo judío.

La Pascua, en cuyas fechas Jerusalén podía alcanzar los 70.000 habitantes, era un buen campo para sembrar la buena nueva, aquella que combatía los excesos que, a juicio de los más conservadores, estaban inundando el más puro judaísmo. Esto no nos puede extrañar porque a través de los tiempos hemos visto desgajarse del tronco común de la Iglesia, -que, quiero creer, es la defensa de la caridad- otras muchas religiones; pocas en Europa, multitudes en América.

Desde tiempos inmemorables, el hombre, cuando le ahoga la soledad, o se encuentra en cualquier encrucijada de salud o pensamiento, mira al cielo, buscando el apoyo de un ser superior en quién poder descansar las fatigas que produce el caminar de la vida, mitigar los dolores de las enfermedades, soslayar las angustias que provocan las dudas en la toma de decisiones, y, al tiempo, nacen los visionarios, los vendedores de fantasías, los predicadores de unas idealizadas revelaciones que, dicen, haber recibido de un dios, lejano y desconocido, que nunca se ha pronunciado, a quién le atribuyen increíbles virtudes, nunca demostradas, al tiempo que, de forma incoherente, frente al amor divino que nos entrega, le achacan ser vengativo e intolerante, con quién comete alguna infracción -lo llaman pecado– que, en la mayor parte de los casos, son exigencias de la naturaleza, innatas en nuestra forma de ser, al alba de los tiempos, momento indeterminado de la creación del mundo.

Y este acto que recordamos hoy, son los hechos con los que San Pablo creó el cristianismo, el verdadero hacedor de un hombre-dios, que vino a liberarnos de un pecado que nunca cometimos; es el principio de una de tantas rebeliones o, si se quiere, revoluciones, que se han producido siglo tras siglo, en la que, de forma más o menos cruenta, han muerto sus cabecillas, unos por la ambición del poder político, otros, basados en la religión, en nombre de un mismo dios, que, si existiera, se avergonzaría de haber creado a este “hombre”, del que, para más coña, dicen que está hecho a su imagen y semejanza.