Tiempo de locos

El escritor Gilbert Keith Chesterton.

En tiempos de incertidumbre, siempre me asombra descubrir la claridad con la que algunos ven las cosas. Qué fácilmente encajan las piezas del rompecabezas que es para ellos el mundo sin hallar nunca pieza sobrante o disonante. Lo hacen pasar todo por el embudo implacable de su lógica, hasta que queda debidamente ordenado.

Así, el virus que nos acecha es para ellos el clamor de una Tierra que se siente maltratada, un castigo divino o el resultado de una maniobra china o americana para hacerse con el control del mundo. Cuesta señalar al enemigo cuando se presenta en tamaño microscópico, y urge encontrar algo mayor que esté detrás. Si además resulta que podemos pasarle el muerto a alguno de nuestros sospechosos habituales sin despeinarnos, mejor. Lo dicho: todo encaja.

No se trata, como cabría suponer, de un exceso de imaginación, sino de lo contrario: de un abuso de la lógica. Así lo defendía G. K. Chesterton, el príncipe de las paradojas, en El loco, uno de los ensayos que recoge la editorial Acantilado en el libro Correr tras el propio sombrero. "La imaginación no conduce a la locura —afirma Chesterton— Para ser exactos, lo que conduce a la locura es la razón". Los locos son aquellos capaces de llegar a conclusiones lógicas sin pasar por el fatigoso proceso del empirismo. Acuciada por la extrañeza del momento, nos encontramos en la situación propicia para que la locura, capaz de ver luz donde muchos no vemos más que nebulosa, brote por doquier.

Los virus siempre han servido para que los locos vincularan sin titubear la catástrofe con su idea fija particular. The New Yorker publicaba el 30 de marzo el artículo Pandemics and the Shape of Human History, un recorrido histórico por las pandemias que han asolado a la humanidad, que deja traslucir este mal atávico. En el siglo XIV, por ejemplo, durante la Peste Negra, los funcionarios locales de Estrasburgo decidieron culpar a los judíos de la crisis sanitaria: les acusaron de haber envenenado los pozos. Poco importaba que el virus les estuviera matando también a ellos, al final les hicieron elegir entre convertirse o morir.

Ahora en Gran Bretaña, algunos queman torres de 5G por temor a que propague el virus, pese a no haber ninguna evidencia que demuestre que ese sea el caso. "Aceptarlo todo es un ejercicio, comprenderlo todo es agotador", explica Chesterton, y es esta fatiga mental lo que termina por enloquecer a los clarividentes.

Chesterton también hace referencia en su ensayo a algo que escribió R. B. Suthers en el diario socialista The Clarion. Para Suthers, el libre albedrío era demencial porque implicaba las acciones sin causa, lo que equivalía a comprender las acciones de un lunático que, según él, jamás tienen causa. Chesterton lo rebate: "la última cosa que se puede decir de un loco es que sus acciones carezcan de causa". Silbar al caminar, golpear la hierba con una ramita, son, para Chesterton, los actos triviales de un cuerdo feliz. "El loco en general ve demasiadas causas en todo. El loco dará una significación conspiratoria a todas esas actividades vacías. Pensaría que el golpear la hierba es un atentado contra la propiedad privada".

Ahora que muchos estamos ociosos, es habitual que nos sorprendamos a nosotros mismos yendo de un lado a otro sin saber muy bien qué estamos haciendo. Perdemos el tiempo en cosas inútiles y nos preguntamos, mientras derribamos la torre de bolígrafos que con tanto ahínco habíamos apilado, si no nos estaremos volviendo locos. Pero los que realmente deberían preocuparnos son los que ven cada nuevo contagio, cada muerte, cada directriz de las autoridades, como una constatación más de sus ideas. Los que, como señala Chesterton, pasan las horas haciendo "conexiones de una cosa con otra en un mapa más elaborado que un laberinto".

De hecho, haríamos bien en pasar nuestros días tumbados en la cama, dibujando, si somos capaces de dar con un lápiz lo suficientemente largo, en el techo. Para Chesterton, esta actividad —lo explica en otro de los ensayos que recoge Correr tras el propio sombrero— raya lo sublime. Son tiempos para actuar como el cuerdo feliz que fue Chesterton.