Luces y sombras del nuevo concepto de inclusión

Jesús Vidal, un ‘Campeón’ ciego para el Goya: “Ahora la gente nos mira con respeto”. Clara Rodríguez

El éxito de la película “Campeones” supone una gran alegría para las personas que vivimos inmersas en el mundo de la discapacidad. Y nos invita a reflexionar seriamente sobre una palabra que se ha puesto de moda, “inclusión”, que es positiva, pero solo si se aplica de un modo realista. 

Nadie niega la utilidad de los equipos paralímpicos. Cuando una persona con discapacidad física quiere ser deportista, entra en un equipo paralímpico. Esto le permite desarrollar al máximo su potencial, porque las condiciones de juego son las adecuadas. Si de pronto un iluminado, interpretando de un modo erróneo el derecho a la igualdad, tachara de segregadores los equipos paralímpicos y exigiera al Gobierno eliminarlos y que sólo existieran equipos convencionales, mal favor estaría haciendo a los jugadores con discapacidad.

Entonces: ¿Por qué, cuando nos referimos a los escolares con discapacidad intelectual, no somos capaces de comprender algo tan sencillo? En los últimos tiempos se están realizando muchas jornadas sobre educación inclusiva. Pero caen a veces en un fundamentalismo que empieza a dar miedo. Recientemente participé como ponente en una de esas jornadas para presentar mi proyecto “Cuentecito”. Encontré allí padres y profesionales que exigían indignados el cierre de los colegios de Educación Especial, como si fueran guetos espantosos. 

La asociación CERMI de personas con discapacidad ha exigido al Gobierno de España, en nombre de todo el colectivo, el cierre de dichos centros. Supongo que lo habrá hecho con la mejor intención, pero antes de hablar debería haber consultado también a los que no estamos de acuerdo. La preocupación ante una decisión unilateral tan extrema nos ha llevado a muchas personas y entidades a unirnos bajo la Plataforma “Educación inclusiva sí, Especial también”.

Soy madre de un niño con discapacidad grave, cognitiva, física y sensorial. El niño no habla, no anda y no ve.

Los dos primeros años fueron duros, llenos de angustia, problemas de salud y noches de hospital. Cuando se encontró mejor, su padre y yo elegimos para él un centro de educación especial. No para “segregarle” sino para ofrecerle el mejor entorno en el que aprender, estar protegido y, por encima de todo, SER FELIZ. Esa decisión resultó ser un gran acierto. Si los colegios de educación especial desaparecieran, mi hijo tendría que ir pronto ya al instituto. Sería un bebé de doce años entre adolescentes, en un país que ostenta el triste “honor” de estar en cuarta posición mundial en acoso escolar. ¿Creen que aceptaré arrancarlo de un segundo hogar al que acude feliz, para meterlo en un instituto? Sería como arrojar un cordero a la jaula de los leones. 

Y sin embargo creo en la inclusión. La AMPA a la que pertenezco, en colaboración con el colegio, realiza una constante labor de participación y presencia en todos los ámbitos de la sociedad. Mi hijo no vive oculto, disfruta de la vida y participa en actividades con otros niños. Desde hace diez años realizo cortos de animación inclusivos y exposiciones infantiles de pintura. Imparto talleres de arte en diferentes colegios y asociaciones. He dedicado cientos de horas a trabajar con niños y jóvenes sin discapacidad y con todo tipo de discapacidades.

No soy una especialista, pero tampoco una ignorante. Me he tomado la molestia de mirar más allá de mi hijo para no quedarme en una visión parcial. Por eso sé que el mundo de la discapacidad es variado y complejo. A veces, hay madres y padres que caen en un comportamiento egoísta porque no ven más allá de su propio hijo. Entiendo y apoyo sus reivindicaciones dentro de su situación personal. Pero defender los legítimos derechos del propio hijo no justifica pisotear los derechos del hijo ajeno.