Huelga feminista o pataleta del resentimiento

La infausta década de los 10 del nuevo milenio de las oportunidades peca en exceso de sensiblería caprichosa y pueril, como consecuencia del atroz buenismo de raíz marxista que tanto daño provoca a la racionalidad, las instituciones y la buena tradición. Otro de los pecados revestidos de falsa virtud posmoderna que han decidido atentar fieramente contra la civilización es el nuevo feminismo de la diferencia, adalid último de la nueva lucha de clases contemporánea, que en este caso es entre sexos; la igualdad ya no posee valor alguno, frente al enfrentamiento estético y dialéctico de los eufemísticamente llamados “géneros”. Ahora, el hombre es el enemigo.

El nuevo feminismo militante pone sobre la mesa sus ansias de venganza contra la por él llamada “dictadura del heteropatriarcado”, señalando como la nueva checa de Occidente a todo aquel varón blanco y heterosexual por ser cómplice de tal tiranía.

Este nuevo feminismo vive inmerso en la cultura del presentismo llorica, partiendo de análisis incompletos sobre planteamientos que, por su trascendencia global, merecen de una profundización en retrospectiva, exponencial, coyuntural, histórica, imparcial, objetiva y positiva, no basadas en los meros deseos, los impulsos más primarios o el ansia de la venganza por la vía de la destrucción; sí, porque eso es lo que desean, destruir parte del legado dejado, a base de la deconstrucción del lenguaje y la cultura, inaugurando otra de las múltiples formas de la tan temida y triunfadora ingeniería social orwelliana.

Si atendemos a la evolución del papel de la mujer desde la época de las cavernas, toda persona cabal debería ser capaz de admitir una máxima: afortunadamente, nos encontramos en uno de los momentos más dulces respecto al reconocimiento de derechos de la misma en el mundo civilizado; logros como la consecución del sufragio, el acceso a la universidad y el mundo laboral o la posibilidad de alcanzar altos puestos —infinidad de mujeres lideresas en el siglo XX, Indira Ghandi, Margaret Thatcher, Golda Meir, Angela Merkel, Cristina Kirchner, Michelle Bachelet, Christine Lagarde, Theresa May y demás ejemplos— ponen de manifiesto el progresivo aumento de la influencia de la mujer en el seno de las sociedades libres.

Lo que sin embargo proclaman las voces discordantes con esta visión es que el hombre, desde tiempos inmemoriales, ha construido el mundo a imagen y semejanza, excluyendo por completo al otro sexo de toda dignidad y reconocimiento; ahí comienza la problemática.

Hemos así mismo de admitir, pues, la hegemonía del hombre en el devenir de la sociedad occidental tal y como la conocemos, pero sin obviar, como hace el nuevo feminismo, la necesidad de reconocer la profunda transformación de la sociedad respecto al papel de la mujer: en menos de un siglo pasó de ama de casa amantísima a ser de hecho y derecho un sujeto en igualdad de condiciones con los hombres; las feministas terminan pervirtiendo su encomiable reivindicación por el perfeccionamiento de la igualdad en ruido follonero, odio al hombre y discriminación “positiva”. No es casual que en la huelga del día 8 se arengue sin pudor al anticapitalismo, en línea con el espíritu hueco y anárquico del feminismo bárbaro.

Hemos pasado de la digna lucha por la igualdad real entre sexos a imponer a las mujeres en puestos de trabajo por el mero hecho de ser mujeres —haciendo un flaco favor a las mismas al presuponerlas como inferiores—, establecer medidas desiguales en temas de violencia discriminando al hombre, condenar al ostracismo a la galantería, destruir la cortesía innata o deplorar la belleza femenina. Las nuevas feministas, que consideran las diferencias de “género” como un mero producto social, ignoran la natural predisposición de la mujer —de otra forma, no por ello mejor o peor que la del varón— a la crianza, su eminente carácter observador y comunicativo, más pronunciado que en el hombre; ignoran que el transcurrir de la historia no se puede borrar de un plumazo, y su política de deconstrucción discursiva y cultural ni ha de dar frutos instantáneos, ni ha de imponerse a la fuerza de las costumbres; porque cada sociedad evoluciona a su debido tiempo, y más que favorecer al progreso de la misma, empleando esas suertes de dialectos pretendiendo “feminizar” las palabras, neutralizándolas a la fuerza o inventando fórmulas paletas como “miembra” o “portavoza”, demuestran un lamentable y ridículo ejercicio de esnobismo prepotente y decadente.

La huelga del día 8 no se plantea como una defensa de la igualdad entre hombres y mujeres; se plantea como una protesta antisistema de mujeres rencorosas con el orden occidental y el “yugo varonil”. No dejemos que mancillen el honor eterno de Cleopatra, Leonor de Aquitania, Juana de Arco, Isabel la Católica, Isabel Tudor, Catalina la Grande, Victoria I, Marie Courie, Coco Channel, Virginia Woolf, Frida Kahlo, Eva Perón, María Callas, Marilyn Monroe, Diana de Gales, Benazir Bhutto o Teresa de Calcuta.