La desvestidura de Rajoy

El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy. Víctor Lerena Efe

Por Guillermo De Miguel Amieva

En cualquier país desarrollado, la investidura de Rajoy resultaría un ataque intolerable a la cultura democrática. Que se sostenga incluso con los votos de un partido autodenominado regeneracionista, si no fuera tan trágico, podría pasar al anecdotario histórico humorístico de la nación. Cuando construimos un entorno democrático debemos incorporar el uso, muy importante, de que el individuo, a salvo de excepciones muy señaladas, no es imprescindible. Desvestir a un político resulta de una higiene democrática muy aconsejable, sobre todo cuando, además, nos empeñamos en dar lecciones de democracia a países que llevan siglos con ella.

Si fuéramos tan demócratas como decimos que somos, Rajoy debería ser desvestido de presidente. Desproveerle de la toga de la más alta magistratura del Estado y dejarle en la desnudez de sus vergüenzas políticas, alimentaría en el resto de la clase política una mayor autoexigencia a la hora de postularse para un puesto de semejante importancia para todos nosotros. Ya no se trata de que Rajoy carezca de liderazgo social como presidente de una nación –no lo tiene ni en su propio partido–, o de que no represente a la España moderna que está bajo el palio de ese flamante, culto y moderno rey que nos hemos dado. Se trata de que sus vestiduras políticas están raídas, con muchas máculas, y no lucen para el cargo.

Como soberanos de este Estado democrático y social de derecho, tanto si somos de derechas como si somos de izquierdas, no podemos olvidar una serie de actos políticos que deslegitiman la investidura. “La memoria sirve al voto lo que el olvido lo convierte en una bomba de relojería”. Cuantos más ciudadanos olviden, más bombas habrá en las urnas.

La Ley Mordaza, tachada por la ONU como incompatible con un ordenamiento garantista de la libertad de expresión; la reforma de la ley de enjuiciamiento criminal, la cual, como letrado penalista, aborrezco en la medida que incomprensiblemente reduce los plazos de investigación judicial justo cuando los jueces componen el único poder que nos está devolviendo la dignidad que la clase política nos ha quitado.

La responsabilidad política que el candidato debe cargar por consecuencia de la financiación irregular de su partido, habiendo llegado a apoyar explícitamente al encausado más comprometido con la misma; la indudable responsabilidad política que debe apechar alguien bajo cuya presidencia de partido se ha producido algo tan inconsentible como la destrucción de una prueba requerida por un juzgado, al que, por tanto, se le ha obstaculizado la persecución de un ilícito criminal (el caso de Richard de Nixon, que la fiscalía del Estado sí persiguió, no entrañó tanta gravedad, pues se redujo a las escuchas ilícitas de adversarios políticos, en lugar de afectar, tan gravemente, a la función más esencial de la Administración de Justicia).

El nombramiento de Soria, inconsentible de todo punto, el cual produce más perplejidad por darse en un periodo en el que las vestiduras del candidato deberían estar impolutas; la tibieza mostrada a la hora de afrontar el problema secesionista catalán; el consentimiento, por parte del candidato, de que, muchos viernes, no todos, la vicepresidenta se sirva de la portavocía del Gobierno para tratar cosas de partido, algo tan impropio de la neutralidad institucional que tiene que tener un Gobierno. Finalmente, y por no alargar la lista, el dirigismo de partido que hemos tenido que soportar observando atónitos como a la presidenta del Congreso, única autoridad del Estado electa en este momento, no le quedó más remedio, en su día, y día aciago de agosto, que claudicar el señalamiento del calendario de la investidura a la voluntad del candidato, un presidente en funciones que, al parecer, entiende que el poder legislativo depende de Génova. ¡Qué cosa tan decimonónica!

Lo siento, mis queridos compatriotas, a mí, como ciudadano, y como cotitular de nuestra soberanía, en la parte alícuota que me corresponde, no me queda más remedio que proponer la desvestidura de Rajoy. No entiendo que se le invista, y mucho menos con los escaños de un partido regeneracionista cuyos votantes mandan otra cosa. No lo entiendo, como tampoco entiendo la colindante abstención socialista sin la exigencia de un cambio en la persona del investido. Nadie desviste a Rajoy, esa es la triste cosa. Muy al contrario, gran parte de sus señorías andan en la difícil tarea de acomodarle una vestidura, un apaño, quizás un remiendo, quizás una vuelta al trapo, pero sin darse cuenta de que con ello no brillará nada nuevo bajo un sol que pide un líder auténtico, esto es, de todos y para todos.