Contra la igualdad

Por Sigfrido Samet

Para Norberto Bobbio, lo característico de la izquierda es la búsqueda de la igualdad. Pero si todos fuéramos iguales, seríamos clones. Y creo que la vida resultaría muy aburrida. Por eso, conviene aclarar a qué igualdad nos referimos.

La evolución social ha hecho que poco a poco los hombres se fueran considerando iguales ante la ley y como votantes en las elecciones. Primero, solo los nobles tenían voto; luego también los ricos, aunque no fueran nobles. Más tarde se fue disminuyendo la riqueza exigida y se concedió el voto a todos los hombres. Recién después de la 2ª Guerra Mundial, las mujeres adquirieron ese derecho. La democratización fue consecuencia del aumento de la riqueza social y de buscar la gobernabilidad. La democratización del voto no garantiza su calidad. Es más bien al revés: la mayoría de las personas carece de conocimientos y experiencia política. Por eso suelen encontrar tanto apoyo los partidos populistas; sus votantes esperan sacar tajada de inmediato, sin importarles que la economía pueda destrozarse.

Pero, por paradójico que parezca, el enorme progreso de la humanidad (desde el neolítico), no se debió a la igualdad, sino a la desigualdad. Un ejército puede ser poderoso por estar jerarquizado a varios niveles. Si todos sus componentes fueran iguales, terminarían tiroteándose entre sí. Sucede lo mismo en la sociedad: en la empresa hay gerentes que organizan la producción en base a órdenes que van transmitiendo a sus subordinados. También en la Universidad o en Centros de Investigación, quienes los dirigen son las personas con más conocimientos, experiencia y habilidad comunicativa. En las sociedades más primitivas, los hombres se ocupaban de la caza, mientras las mujeres cuidaban a los niños y preparaban la comida. La utilización de caballos y esclavos como fuente de energía permitió que algunos dedicaran tiempo a pensar. Cuando las máquinas aumentaron la productividad, desapareció la esclavitud, no por efecto de “ideas”, sino porque se volvió antieconómica. No somos todos iguales: genios como Einstein, Godel, Venter y Gates, nacen uno por cada cien millones de personas corrientes. Unos pocos genios (científicos, técnicos y empresarios) son la levadura que hace fermentar la masa.

El paradigma de la igualdad en el aparato productivo, son los convenios colectivos. Son impersonales: el salario de cada uno depende de su categoría, no de su desempeño. El trabajador no tiene alicientes para mejorar, para crear, para disfrutar de su actividad. Es natural que un trabajo aburrido, día tras día, resulte un suplicio. Si los contratos fueran individuales, muchos podrían mejorar sus retribuciones, aplicar su creatividad, y disfrutar así de su trabajo diario.

No puedo pretender ganar lo mismo que Bill Gates, puesto que mi creatividad y habilidad comercial está a años luz de las de Gates. Ni tendría sentido: nadie necesita tanto dinero, y para Gates es una constancia del reconocimiento de la sociedad (pues su acción y la de otros significó la elevación del nivel de vida de todos, por un importe muy superior a lo que ellos reciben). A través de la Fundación que dirige con su esposa, Melinda, devuelven a la sociedad gran parte de lo que han recibido de ella.

“Repartir” la riqueza sería muy dañino, pues liquidaría las empresas (los puestos de trabajo) y sus líderes perderían todo interés en el progreso. Lo que sí sería razonable, a mi juicio, es el objetivo de lograr que todos tengan asegurado su alimento, instrucción, sanidad, y un techo donde guarecerse.