Octavio Gómez Milián, profesor y escritor.

Octavio Gómez Milián, profesor y escritor. E. E.

Opinión

Golpes

Octavio Gómez Milián, profesor y escritor
Zaragoza
Publicada

Qué bello es el norte. Más allá de la ribera, entre el Ebro sagrado y el Cantábrico. Qué abducción perenne la de quienes quieren que la niebla sea multitud y tape las vergüenzas de los que callan. José Manuel Martínez, que firma a unos clics de distancia —solo un puñado de caracteres—, una distancia, en realidad, no euclídea. Porque él recibió una paliza. En una ciudad recrecida de coches en llamas, de borregos y niñatos, del recuerdo de espasmos de sangre, de caras cubiertas en la imaginería del pasamontañas y los huevecillos, los huevitos, de las serpientes.

En la sombra germina el monstruo: sabe que la floración del odio se alimenta de la carne golpeada. Gente que se restriega fascismo en el cuerpo, enderezados a la orilla de la noche, exaltados de una miseria que, cuando se les enfrenta, se apaga. ¿Qué misterio esconde esa seducción por la geografía del cadáver? ¿Qué hace que Navarra, tan cerca del afónico Aragón, de la lúbrica Rioja, se deje, se permita la invasión del alquitrán borroka, que impregna con su lixiviado las tierras fértiles?

En el patio del colegio, los niños eligen culpables con la misma estulticia de quien selecciona quién puede jugar o no en su equipo. El equipo exclusivo, el que decide de quién es el campo y el balón, el de los valores, la cantera, los cantos de la Goma 2, la sensación de la violencia lúdica cuando se ejerce contra lo correcto. Qué brújula, la que se orienta hacia el norte; la que aplauden, ensalivados de buenismo, desde Madrid, desde Barcelona, desde Zaragoza.

Mira cómo vuelan las piedras contra las ruedas, cómo luce el confeti de dientes del que habla como no se tiene que hablar. Cachorros de los coleccionistas de muertos, extintores de moribundos, espabilados con la caída del periodista: borrón en el suelo, cuenta nueva, sin detenidos (personas), pero con detenciones (de ideas).

Quizá esté errado en esta conjura semántica, pero el cielo, encapotado, nos trae la tormenta con hambre atrasada. Y estos son los que disparan a la paloma que acude a morir a la boca del que levanta la voz. La humildad de este escritor periférico que lanza estos caracteres, que se asoma con el filo de la palabra para enfrentarse a los que nunca se han marchado, a los que consiguieron que otros se pregunten si mereció la pena haber vivido la muerte y haber muerto en la vida para seguir girando en este chirrido indecente que se llama España.

¿Los mismos de siempre, los que tendrían que haber desaparecido y hoy son socios preferentes? ¿Quién, en este turno de noche eterno, está dispuesto a seguir eviscerando el recuerdo para rearmar las pesadillas? Todos los niños que no fueron elegidos tuvieron que marcharse del patio; el balón se llenó de explosivo y calcio, magnesio que ciega el camino de vuelta. Y los que aguantaron, como Carlos Martínez Gorriarán, saben que el pasado nunca se solapa, que siguen ejerciendo los imborrables cuchillos y sus tatuajes en la pared.

Manufacturas de dianas, con el índice perverso, en la dirección que exige mutismo (que no silencio). España de San Camilo y San Fermín, de semillas intoxicadas que arrojan muchachos dispuestos a ocultar con golpes un liberticidio. Una y otra vez, volvemos a empezar. No aplaudan, por favor.