Verónica Forqué, en su última aparición pública.

Verónica Forqué, en su última aparición pública.

LA TRIBUNA

Quiten sus sucias manos de la salud mental

En esta apelación a hacer de la salud mental una ceremonia pánica en la que cada uno exponga sus motivos, hay mucho de narcisismo y caldo de cultivo para oportunistas.

20 diciembre, 2021 06:19

El suicidio es un enigma, como lo es la existencia del sufrimiento. Es el extremo de la cuerda, el lado por el que se rompe el ser hasta dar con una solución sin sentido al sinsentido de vivir. No es extraño que, cuando se manifiesta en sociedad, como ha sucedido estos días atrás con la muerte de Verónica Forqué, a las preguntas le sigan las hipótesis apresuradas, la búsqueda de motivos o culpables, los golpes de pecho y las buenas intenciones.  

Nada más lógico que compartir nuestro azoramiento ante un problema, el de la salud mental, con implicaciones ontológicas y preguntarse, desde la sociedad, como la sociedad puede paliar el sufrimiento. Pero poner el foco en la enfermedad mental como manifestación social, antes que ontológica, es jugar con cartas marcadas. Y, además, es peligroso si la sociedad es ésta del espectáculo en que vivimos, cada vez más entregada al exhibicionismo como pabellón de liberación.

No, no es bueno visibilizarlo todo, tampoco la salud mental, por el simple hecho de visibilizarlo, como herramienta autónoma: visibilizo mi enfermedad, me afirmo en ella y la lanzo a la sociedad convertida en problema colectivo.

En esta apelación a hacer de la salud mental una ceremonia pánica en la que cada uno exponga sus motivos, su hoja de agravios y reclamaciones, hay mucho de narcisismo, de emotividad apresurada, de irresponsabilidad y caldo de cultivo para oportunistas. Ya los hemos visto sacar la patita en el caso Forqué.

"Al butrón abierto por el victimismo quieren sumarse ahora presuntos adalides de la salud mental"

La amenaza de forjar un victimismo, otro más, al hilo de las enfermedades mentales, es alto. Y es especialmente sensible y turbio si es ligado al sufrimiento humano, que en ocasiones viene acompañado o potenciado o incluso directamente ligado a condiciones materiales, pero que muy a menudo carece completamente de objeto, como expresión del alma que es.

"La víctima es el héroe de nuestro tiempo", escribe al inicio de su Crítica a la víctima Daniele Giglioli. "Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable".     

Al butrón abierto por el victimismo quieren sumarse ahora presuntos adalides de la salud mental y enfermos (imaginarios o no) para hacer de los problemas del alma y la psique otro caballo de batalla y, en lugar de integrarlos en la medida de lo posible en la normalidad, hacer valer la excepcionalidad de estar loco como no sé qué pretexto militante.

Un enfermo mental es una víctima, sí, pero de desarreglos psico-afectivos que no tiene por qué tener una base real o material bien definida. Lo que se pretende (como antes se ha hecho en base al género, la raza, la identidad…) es delinear al victimario detrás de la víctima, acentuar figuras opresoras, enemigos de la salud mental, a pesar de que sea un fenómeno eminentemente transversal, de derecha a izquierda, de arriba a abajo. Un problema que, por lo demás, está lejos de ser nuevo, en cuanto que arranca con el ser humano.

"No se puede minusvalorar, en aras de proclamas emotivas o diagnósticos meramente materialistas, la enorme herida ontológica del ser"

No se me ocurre nada más contraproducente que patologizar aún más, a base de un exhibicionismo pseudoliberador y altruista, los problemas psicológicos de buena parte de la sociedad. Como con el fascismo, a fuerza de repetirlo y expandir sus confines hasta el infinito, todo es y todo será un problema de salud mental. Y nada lo será realmente.

Ya sucede a nivel coloquial: estar nervioso es hoy padecer ansiedad; estar triste y morigerado un par de días se diagnostica a pie de calle como depresión severa; ser meticuloso y ordenado implica, no lo duden, padecer TOC. Cierto prestigio del enfermo ha ido calando en la sociedad victimista y es el efecto de una visibilización mal entendida, que se agota en sí misma, cuya única razón es exponerse y retroalimentarse: mira, yo también sufro.

No se puede negar la importancia de cuidar, asesorar, atender y dotar de medios a los enfermos mentales. Tampoco se puede obviar la parte (aunque difusa e imposible de concretar) que la sociedad del siglo XXI tenga en este asunto y que probablemente sea superior a la de sociedades precedentes. Por supuesto que hay cosas que hacer en materia de salud mental, como hay otras que no. Por ejemplo, abrir una rueda de investigación y causa general en busca de culpables, olvidando que la índole de un depresivo lo empuja precisamente a desaparecer de la sociedad, a cortar las amarras.

No se puede minusvalorar, en aras de vacuas proclamas emotivas o diagnósticos meramente materialistas, la enorme herida ontológica del ser, la naturaleza del alma, donde dos más dos no son cuatro y, por tanto, decenas de millones para psicólogos y teléfonos de prevención no tienen por qué traducirse en sanaciones correlativas. Menos aún, por tanto, podemos o debemos echarnos los locos a la cabeza, siendo como somos todos en mayor o menor medida locos en un siglo especialmente incapaz de dotar de sentido a la existencia humana.

*** Gonzalo Núñez es periodista.

Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados.

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