Beyoncé ha reinterpretado una de las mejores canciones de todos los tiempos: la mítica Jolene, de Dolly Parton, y poco ha tardado la prensa nacional e internacional en calentarse y decirle que su versión es machistoide y retrógrada. 

Veamos.

En 1973, Dolly Parton le escribió este tema a una mujer hermosísima, espigada y pelirroja que trabajaba en un banco cerca de su casa. "No tenemos tanto dinero que sacar", le dijo en broma a su marido al notar que sus visitas a la entidad de crédito incrementaban la frecuencia.

El amor de su vida se estaba obsesionando con aquella chica exuberante y enigmática, dulce y fatal, que sabía de su poder y lo usaba caprichosamente.

Dolly hacía ver que su marido estaba bastante alobado y que era Jolene quien manejaba el cotarro, quien disfrutaba del juego de la seducción. Él caería en cuanto ella quisiera.

Él era un desgraciado, un pobre hombre sin agencia frente a aquella hembra invencible. Estaba tan turbado ya por su existencia que hasta decía su nombre en sueños, llorando como un niño, temblando toda la noche.

Beyoncé.

Beyoncé.

Así que a Dolly no se le ocurrió otra que suplicarle a Jolene que se alejase de su marido porque él no podría hacerlo, es más, porque él no lo haría. No se me ocurre una historia más degradante.

Dolly reconoce en su canción no sólo la debilidad de su pareja (su poca honorabilidad, su amor insuficiente, su nulo autocontrol), sino la suya propia, lo que resulta aún más desasosegante:

"Por favor, no me lo robes sólo porque puedes. / Tu belleza está fuera de comparación, / tus mechones llameantes, tu cabello castaño / tu piel de marfil y tus ojos verde esmeralda. / Tu sonrisa es un soplo de primavera / y tu voz es como una suave lluvia de verano. / No puedo competir contigo, Jolene". 

Parton llega a decirle a la chavala, reconociendo su humillante superioridad, que "puede tener al hombre que quiera", pero que ella no, que ella nunca podría volver a amar si le pierde a él.

"Mi felicidad depende de ti / y de lo que decidas hacer, / te lo suplico, Jolene".

Está claro que la primera pregunta que tuvo que hacerse Dolly es por qué tenía tantas ganas de quedarse al lado de un hombre cuyo rasgo más sólido de carácter era una erección.

Nunca he entendido cómo alguien puede amar locamente a una persona que es capaz de despreciarla o de humillarla. Quiero decir, mi amor hacia ti tiene, al menos, algo que ver con el tuyo hacia mí. 

Claro que el amor es un diálogo, un encuentro, una similitud. ¿Cómo podría adorar yo a alguien que ha elegido no adorarme, alguien a quien no le parezco extraordinaria, pero asume, con desgana, que él a mí sí me lo resulta?

¿Qué soy, una devota? ¿Una masoquista? ¿Una fan? 

El asunto es serio. ¿Qué sentido tiene querer a alguien tan inconsistente y volátil; a alguien tan fracasado y mediocre que ni siquiera puede conseguir lo que quiere (es decir, a su mujer favorita, que es pelirroja y trabaja en un banco); a alguien que sabes que sólo está contigo porque no puede tener a otras personas?

Me resulta del todo antierótico. 

Lo cierto es que Dolly no se hizo ninguna de estas preguntas. Se limitó a amar al carcamal de su marido y a cruzar los dedos debajo de la falda para que no se fuera con la primera espontánea que le hiciese ojitos. Cantó (a pesar de no serlo, como lleva décadas demostrando) como una mujer frágil y sin autoestima.

Una mujer sin contundencia, armada sólo de miedo y ternura, que dejaba que la vida la revoleara sin intervenir más que para ponerse de rodillas y suplicar por su suerte. 

Parió una canción radicalmente conmovedora, sufrida, bella, desesperada. Pero también una canción que ahora se pone como ejemplo ¿feminista? de algo frente a la nueva versión de Beyoncé, que se dedica, llanamente, a ponerle los puntos sobre las íes a la tal Jolene.

"Te lo advierto, no vengas a por mi hombre. / No te arriesgues sólo porque crees que puedes. / Eres hermosa sin comparación. / Pero se necesita más que belleza y miradas seductoras / para interponerse entre una familia y un hombre feliz. / Jolene, yo también soy mujer. / Los juegos a los que juegas no son nuevos. / No quieras tensarme, Jolene".

Tacatá. En su sitio, Jolene, después de décadas de superioridad moral

Beyoncé cuenta en su versión que su chico y ella han estado enamorados durante veinte años ("yo crie a ese hombre, yo crie a sus hijos, lo conozco mejor de lo que se conoce él mismo"), que sabe que él la adora y que las semillas que plantaron son poderosas.

Tiene fe en él y en su amor, pero puñetera la gracia que le hace haberse percatado de que Jolene ha venido a jugar. Explica que no está para leches: "Yo sé que soy una reina, Jolene, pero también sigo siendo una perra criolla del barrio de Luisiana (...) Tu paz depende de ti". 

Estaba claro que a los biempensantes no les iba a gustar esta furia legítima de una mujer que se respeta y se quiere a sí misma.

Comprobamos gracias a ellos que lo católico coincide más veces de las que nos gustaría con lo feminista. La cosa va de agachar la cabeza y poner la otra mejilla ante la tipa que te está vacilando. 

Lo llaman sororidad y es afecto sin criterio: lealtad absurda a una mujer (sea como sea, haga lo que haga) sólo porque es de tu mismo género. Ese es el argumento que resulta hoy suficiente. Aunque ella sea machista. Aunque ella sea fascista. Aunque esté intentando pisarte la cabeza.

Aunque te la haya pisado ya: no hagas sangre, sé sorora. ¡Sé beata! 

¿Qué estupidez es esta? ¿Por qué debería yo cuidar a alguien que no se lo merece? La sororidad a toda costa fragiliza a la mujer, la minusvalora, la convierte en un colectivo residual, segregado, marginal: "Tenemos que apoyarnos entre nosotras", dicen.

¡Pero si "nosotras" somos más de la mitad de la humanidad! ¡No me da la vida! ¿No es este un trabajo hercúleo, otro más, siempre para las mismas?

La propuesta me parece algo inconclusa, además de obscena, limitante y maternalista. Habla de las mujeres como si fuésemos una masa homogénea y santificable.

Sé que no.

Sí sé que somos fuertes, complejas y distintas. Sé que juntas somos más duras y, a la vez, que ninguna chica es dependiente de mí: las respeto demasiado como para creer eso.

Sé que nuestras redes son importantes, pero sé que las tejeré con las mujeres que amo y que me aman, a las que les demuestro lealtad y con las que me la demuestran, no con cualquiera.

Porque yo, como cualquier ser humano, sólo amo lo concreto. Amo a mujeres concretas. No amo a "las mujeres del mundo"

Nunca le pondré la zancadilla a una mujer por el hecho de ser mujer. Le pondré la zancadilla a cualquiera que quiera joderme y me dará exactamente igual lo que tenga entre las piernas. Responderé con la fuerza necesaria. Daré la cara por la buena gente y me defenderé de la mala.

La igualdad sólo es eso. Sólo eso. 

Pero esto, por lo visto, ahora no puede decirse. Las mujeres tenemos que fingir que vivimos en un mundo de mariposas y violines. Hemos vuelto a caer en la trampa de dulcificar a las otras, de presuponerles pureza y buenas intenciones.

Es (qué paradoja) terriblemente machista.

La autodefensa es algo que sólo se le permite a los hombres. Nosotras tenemos que hacernos las buenas, las pacíficas. Se nos ha ceñido a un sólo relato, a una sola forma correcta de hacer las cosas. Se nos ha negado la personalidad, la gestión propia, la vehemencia.

"Odio tener que actuar como una tonta", canta Beyoncé en su Jolene. Y yo, amiga. Y yo. 

Obvio que si tu marido está de risitas con otra, con quien tienes que empezar a dejar las cosas claras es con él. Pero Beyoncé está más que de acuerdo con esto. ¿No lo dejó diáfano en Lemonade, aquella hostia sin nombre con la que se vengó del infiel de Jay Z?

¿Por qué se nos veta a las mujeres el poder dirigirnos, además y en segundo lugar, a otra mujer que está interviniendo en nuestra vida? ¿Qué jodida religión es esta? 

Y, es más. ¿Qué cursilada es esa de "si tu marido te quisiera de verdad, no tendrías que preocuparte de nada"? Pero ¿la gente dónde vive? ¿La gente tiene ojos en la cara? ¿Por qué hablan del amor como si fuese algo irrompible cuando es algo sumamente delicado?

No han entendido absolutamente nada. Ni del amor, ni de las mujeres, ni de los hombres, ni del sexo, ni del deseo, ni de la venganza, ni de la guerra.

Jolene, si es necesario, te esperaremos en la puerta.

Eso sí. Allí te lo encontrarás ya a él tirado en la acera