“Por Dios santo, este hombre no puede permanecer en el poder”, clamaba Joe Biden en su solemne discurso del Palacio Real de Varsovia, cerca de donde silbaban los misiles de Vladímir Putin sobre Leópolis. Esta guerra militar y dialéctica está revelando ciertas frivolidades de andar por casa de los amos del mundo, en mitad de algunos tics consabidos, como el envenenamiento de Román Abramóvich y dos negociadores ucranianos de paz. Los líderes hablan con el hígado.

Biden, fuera de guion, apaliza a Putin verbalmente como este bombardea Ucrania, o como Will Smith abofetea a Chris Rock en la gala de los Óscar.

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en su visita a Polonia.

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en su visita a Polonia. Reuters

A estas alturas de la masacre, sólo una cosa parece incuestionable. Errado en cálculos presuntuosos de la víspera, Putin no ha logrado rematar una guerra relámpago. Se conforma con perpetrar una carnicería con miserables daños humanos en apartamentos residenciales, hospitales y colas del pan. Por estos delitos la historia lo condenará, si no fuera posible llevarle ante un tribunal internacional como en el Nuremberg de los crímenes del Führer.

Hasta ahí las cosas están claras. Nada que rebatir al pedigrí genocida del inquilino del Kremlin. Nada que discutir sobre la ineptitud estratégica del impostado emperador que ha llevado a su ejército a una deplorable humillación bajo los focos, con un alto coste de vidas por ambas partes, hasta consagrarse en el podio de los fanfarrones de boquilla de las grandes potencias. La suya lo es menos desde el 24 de febrero, sumida en el ridículo de no poder con un país notablemente inferior en tropas y armamentos, pero heroico.

Putin asusta porque tiene el botón nuclear, y ahí radica la incertidumbre que cimbrea el conflicto en un baile de escaramuzas y tentativas. ¿Está mintiendo el jerarca ruso cuando pone a su dotación nuclear en posición de combate y amenaza con una guerra atómica si se sintiera intimidado? ¿Hasta dónde llegan las sospechas de Moncloa de que Rusia piensa atacar un país de la OTAN (pongamos que hablamos de Polonia)? ¿Hasta dónde está decidido a llegar Biden una vez que se pise ese fatídico último peldaño de esta diabólica escalera de caracol?

Con el texto sagrado de la Alianza Atlántica (el artículo 5 del Tratado), basta que un misil ruso alcance una sola pulgada de suelo OTAN para que se monte la III Guerra Mundial en Europa, previsiblemente de dimensiones nucleares. El apocalipsis nunca habría estado tan cerca. "Esto debe parar", sentenció este lunes el secretario general de la ONU, António Guterres, al nombrar a un mediador para un alto el fuego humanitario.

Venimos de celebrar simbólicamente la hora del planeta y el cálculo del tiempo se revisa con la llegada de la primavera, pero el reloj del fin del mundo de los científicos atómicos de Chicago debe de estar a escasos segundos de la medianoche crepuscular.

Si este Biden admonitorio no chochea al insistir, contra sus asesores, en llamar a Putin asesino, dictador y, la semana pasada, carnicero, cabe pensar que da por sentado que el ruso va a ser derrocado en un golpe como contra Mijaíl Gorbachov en el 91, por más que a su secretario de Estado, Antony Blinken, a Macron y a Boris Johnson no les guste que insulte.

No descartemos que Biden esté jugando su carta de octogenario, el abuelo que habla con la sinceridad gélida de un niño, para que Putin reciba el mensaje abrupto de que van a por él.