Lo del columnismo ya es un asesinato recurrente. Hace unos días fue una entrevista en la que Quique Peinado lo definía como “el cáncer del periodismo español”, lo cual dio pie a un artículo en el que Alberto Olmos proclamaba la defunción del género. Hace unos meses también tuvimos la querella cipotudiana, aplaudida por un aspirante a la Moncloa como una fabulosa manera de “patear columnistas”. Incluso en las facultades de Periodismo se detecta en ocasiones esa visión despectiva del columnista: ese tertuliano, ese intruso.

Cristian Campos ya respondió hace unos meses a este discurso de una forma mucho más ingeniosa y desacomplejada de la que yo sería capaz. Pero no parece que el debate vaya a amainar: lo que está en juego, al fin y al cabo, es la forma de otorgar legitimidad intelectual en la España post-bipartidista. Así que veamos algunos de los argumentos del anti-columnismo y vayamos apuntando algunas objeciones a ellos. El lector decidirá si tengo algo de razón o si no soy más que un… columnista.

1) Nadie los lee. Olmos se preguntaba: “¿Cuánta gente leía a Umbral? ¿Cuánta gente lee a Javier Marías?” Suponiendo que se trata de muy pocos, Olmos declaraba que, en esta época en la que cada click se fiscaliza, el columnismo “está acabado”.

Pero esta lógica se deshace en cuanto la extendemos un poco. ¿Cuánta gente lee a T. S. Eliot? ¿Cuántos ejemplares han vendido los cinco últimos premios Hiperión? Diría que menos de las visitas que puede recibir, en un buen día, una columna en un diario nacional. ¿Esto significa que la poesía esté acabada? Evidentemente no, o al menos espero que no hayamos empezado a pensar de esta manera.

Una cosa es que puedan existir algunos desfases entre la nómina de un columnista y su tirón mediático (aunque tampoco sé dónde está ese Excel en el que aparece la relación para cada uno de los grandes del gremio; ¿alguien lo ha visto?). Y otra cosa muy distinta es decir que la cualidad minoritaria del columnismo lo convierte en algo inútil, algo que debe desaparecer. Siguiendo esa lógica, deberíamos cerrar todas las secciones de Cultura y sustituirlas por canales de Elrubius.

2) No es periodismo, es literatura. Esta crítica suele venir desde el propio mundo del periodismo. Lo interesante es que quienes la realizan suelen ser los mismos que luego se rasgan las vestiduras porque la sociedad no concede importancia ni espacios a “la Cultura”. Sin embargo, encuentran intolerable que haya una sección en un medio de masas (como sigue siendo el periódico) que se preste a un lenguaje que no sea el denotativo, y que dé cancha a géneros literarios como el dietario o el costumbrismo.

¿En qué quedamos, entonces? ¿Debe haber más espacio para lo literario en nuestros medios de comunicación, o no? ¿Por qué ese desprecio por uno de los escasos triunfos de la literatura del último medio siglo? Recordemos que la gente no leía a Umbral porque escribiera acerca de la temperatura de su té, sino porque hacía unos ejercicios de estilo fabulosos en sus columnas. Y aunque a uno no le guste el barroquismo, podrá reconocer el valor de que los periódicos diesen pábulo a autores que hacían maravillas con el lenguaje.

¿Qué problema había en ello? ¿Acaso no estaba todo presidido por un cartel que rezaba “OPINIÓN”? ¿Acaso no sigue estándolo? Que unos sigan haciendo sus reportajes y otros sigan haciendo sus ejercicios de estilo. Ni que nos robáramos lectores.

3) Hay un exceso de opinión. Eso es una opinión.

4) No queremos columnistas, queremos expertos. Según este argumento, hay dos tipos de opinadores. En un lado tendríamos al columnista/tertuliano/intelectual, que es un frívolo que no sabe de lo que habla. En el otro estaría el experto, que ha dedicado toda su vida al estudio de un solo tema y puede, por tanto, orientarnos de forma seria y fiable.

Me parece que esta oposición se basa en una idea errónea de lo que es investigar, al menos en Ciencias Sociales y Humanidades. Ser un “experto” no es solamente acumular conocimientos, no es un mero e inapelable ejercicio de empirismo. Hay otra cosa que juega un papel fundamental: el criterio, que es el filtro a través del cual uno examina los datos obtenidos, evalúa los consensos imperantes y lo sintetiza todo en una conclusión.

Por poner un ejemplo: dependiendo de tu visión de la Guerra Civil, tú detestarás o a Paul Preston o a Stanley Payne. Pero en ningún momento odiarás a Preston o a Payne porque no lo creas lo suficientemente “experto” en lo suyo. Lo aborrecerás porque no estás de acuerdo con el criterio que utiliza para sintetizar todo lo que ha leído e investigado. Esto es, tú comprendes que hay algo más allá de los datos, algo inefable que quizá tiene que ver con la ideología o con la personalidad o con el momento histórico pero que, en cualquier caso, está ahí. Es lo que nos permite intuir que alguien que sabe mucho más que nosotros acerca de un tema puede, a pesar de todo, estar equivocado.

Digo esto porque el criterio también es un requisito fundamental del columnista. Junto al estilo, supone su principal arma a la hora de lanzarse sobre la hojarasca de temas que debe comentar semana tras semana. Esto no quiere decir que el criterio de los columnistas sea mejor que el de los expertos; el criterio se forma a base de lecturas y exigencia, y en esto la carrera académica es una buena herramienta. Pero las dos figuras no son tan distintas como parece. Al fin y al cabo, por cada experto que uno pueda encontrar hay otro experto que le ha oído hablar en un congreso y ha pensado: “vaya memo”.

Como con los columnistas.

5) Pero es que Javier Marías. Lo peor de este debate es que se confunde hablar de columnismo con hacer un ejercicio de pues ese me cae fatal. Rascas un poco y te das cuenta de que el anti-columnismo es, en realidad, anti-alguienismo. Y el problema no es solamente que paguen justos por pecadores, sino que no estamos identificando bien la cuestión central.

A los anti-columnistas no les molesta que Javier Marías -por nombrar al que últimamente parece concitar más odios entre ellos- pueda publicar bobadas; de ser así, deberían pedir el cierre de un porcentaje bastante amplio de la blogosfera. Lo que les molesta es que haya gente que lea esas bobadas y no las reconozca como bobadas. El problema no es, por tanto, de columnistas, sino de lectores.

Dicho de otra forma: si Javier Marías dice una bobada, ésta no es una bobada porque la diga un columnista. Ni siquiera es una bobada porque la diga Javier Marías. Es una bobada porque esa toma de postura es, en sí misma, como categoría propia, una bobada. Sería igual de bobada en boca o en pluma de cualquier otra persona.

Y las bobadas no son difíciles de identificar. Se nota cuando alguien habla de oídas, cuando repite un lugar común, cuando desarrolla un argumento que no se sostiene. La cuestión es enseñar al lector medio a analizar las opiniones en base a su propia validez o coherencia, y no en base al prestigio que pueda tener quien las dice. La cuestión es enseñar a leer columnas en vez de leer a columnistas.

Porque nunca encontraremos una élite infalible. Nunca habrá nadie que acierte siempre ni que se equivoque siempre. Y si nos limitamos a reemplazar la élite de columnistas por una élite de politólogos, de blogueros, de youtubers o lo que sea, seguiremos en el mismo lugar en el que hoy estamos.