Miren: yo no soy de izquierdas. Prefiero trabajar a pedir caridad; me repelen la cursilería hipócrita y la falsa bondad porque he visto a muchos mediocres cebados con sus propias ínfulas intentar joderle la vida a gente a la que quiero y admiro; creo en la igualdad de salida pero no en la de llegada; sé que el resentimiento y la nostalgia son una pérdida imperdonable de tiempo y una mala imitación de la verdadera y muy sana tristeza; huyo en la medida de lo posible de cualquier grupo humano formado por más de dos individuos (llámese Estado, comunidad, pueblo o gente) porque sé que la inteligencia de cualquier muchedumbre, foro o pandillucha es siempre la del más necio, demagogo y vendemotos de sus integrantes; y me entra la risa floja cuando oigo hablar del unicornio magufo de las “construcciones sociales” en vez de la fría, descarnada y muy real naturaleza humana, con su genética a cuestas.

Tampoco soy de derechas porque existe un mundo entero más allá de estos dos extremos de la borreguez humana, pero eso lo dejo para otro artículo.

Lo que sí soy es un pragmático que comprende la utilidad de ciertas mentiras reconfortantes que, inteligentemente canalizadas, ayudan a mantener una apariencia de sano equilibrio entre los pijos meapilas de izquierdas, esos rebeldes de pitiminí con menos callejones que Íñigo Errejón, y esos fofos comerciales inmobiliarios de derechas con la americana siempre demasiado grande y que creen haber bateado un home run cuando han nacido en tercera base. Esa mentira reconfortante era hasta hace apenas un siglo el cristianismo y durante los últimos cien años lo ha sido su heredero espiritual, el socialismo. Es decir la religión. A mí ya me estaba bien.

Y por eso, y a pesar de no ser de izquierdas, me parece una mala noticia la putrefacción acelerada del socialismo. Algo habrá tenido que ver con esa putrefacción el hecho de que el socialismo se haya convertido en el refugio de lo peor de la especie humana, de esos individuos que ayer andaban delirando sobre no sé qué pucherazo electoral y fantaseando con el exterminio de viejos y gente de pueblo (de otro pueblo que no es el suyo, se entiende: ellos, tan urbanitas y tan modernos que andan defendiendo ideologías fallecidas hace treinta años mientras son mantenidos por sus abuelos).

Que la nueva izquierda, la de los corazones y la sonrisa y la bondad universal, se haya convertido en una cueva de psicópatas, envidiosos y buenos para nada ya ni siquiera resulta irónico: nada atrae más a un ruin que un simulacro de beatitud. ¿De verdad los votantes mentalmente sanos de esa nueva izquierda no se sienten incómodos en compañía de esos seres?

Algo habrá tenido que ver también en esa acelerada putrefacción la alianza del socialismo con todas las estupideces supersticiosas que se le han puesto por delante: las medicinas alternativas, las economías alternativas, las políticas alternativas, los terrorismos alternativos y los pueblos alternativos. Como si los cuatro mil años de civilización humana que llevamos a cuestas hubieran sido sólo un negro pozo del que ahora nos van a sacar ellos, esos mesías de todo a cien sin oficio ni beneficio ni mayor mérito que dicen saber cómo crear empleo cuando jamás han tenido uno; que dicen saber cómo organizar sociedades complejas de millones de ciudadanos, cada uno de ellos de su padre y de su madre, cuando ni siquiera son capaces de aceptar una derrota democrática sin pedir campos de concentración y cámaras de gas para los díscolos; que hablan como auténticos fascistas de “fundar nuevas verdades” cuando no saben reconocer las que tienen frente a sus narices.

Populistas como Trump, Corbyn, Sanders, Varufakis o Iglesias, y por supuesto esa ultraderecha que da más risa que miedo, son todos hijos de ese vacío que ha dejado el socialismo por incomparecencia de su inteligencia. A ver si la recuperan rápido, porque cuatro años más de Rajoy no hay cuerpo que los aguante.