El patriotismo constitucional, esa pasión fría, se queda sin gente. Es hoy un arte abstracto. La democracia formal se ha quedado en la estructura: una parrilla que asa unas carnes que no merecen la pena. Aunque la parrilla, así pensamos algunos, la sigue mereciendo; entre otras cosas, porque no se nos ocurre nada que pudiera ser mejor.

La situación es fatigosa, y deprimente. Los que hemos estado escribiendo contra el terrorismo, contra el nacionalismo y ahora contra el populismo autodenominado de izquierdas (y también, cuando ha brotado, contra el fascismo), les oponíamos a todas estas degeneraciones, o regresiones, la Constitución. Y hemos defendido la Transición que la hizo nacer como la gran novedad civilizatoria de la historia de España. Un cambio comparado con el cual todos los demás son espumillas.

En el lote iban los dos grandes partidos que, tras UCD, le dieron cuerpo político a nuestra democracia: el PSOE y el PP. Dos partidos que al final no han estado a la altura. Por eso nuestra defensa de la Constitución, que persiste, está ahora como despoblada. De pronto casi que se vuelve también contra ellos. En nuestras discusiones con los anticonstitucionalistas, si nos nombran al PSOE y al PP ya es un bochorno. Nos cuesta apoyarnos en algo sólido para debatir.

Y sin embargo eso sólido existe: vivimos en un Estado de derecho homologado, con un grado de convivencia más que aceptable y, pese a la crisis, con unos niveles de progreso que ya quisieran muchos países del mundo. El mantra que se repite últimamente del “no podemos estar peor” es puro pijerío ideológico. Nuestra realidad es imperfecta: podría (¡y debería!) mejorar. Pero hay que ser muy ignorante de la historia y tener muy poca imaginación (y ser, en verdad, muy pijo) para no reconocer su terrible capacidad de empeoramiento.

Los que estamos en estas nos vemos ahora en una suerte de exilio interior. Parecemos indios, o payasos. Nos llaman fachas. (Solo defendemos la democracia y nos llaman fachas). Hemos de tener mucho cuidado para no saltar en las conversaciones, porque si no la liamos y las veladas se vuelven embarazosas. Lo que decimos podría decirlo perfectamente el Rey en su discurso de Navidad; pero suena a punk. Todo el mundo se ha vuelto loco, y esa extensión de la locura nos hace parecer locos a nosotros, que vamos dando la nota, haciendo el numerito.

Denunciábamos como dudosamente democrático aquel otro mantra del “no nos representan”, y así nos lo sigue pareciendo. Pero el caso es que no nos representan ni aquellos a quienes les reconocemos nuestra representación.