1 de enero. El tiempo es una medida falsa. Pero otra no tenemos. Un aliado que nos gasta y nos acaba por matar. Lo explicaba así Antonio Gala y a él me encomiendo en esta puerta que hoy abrimos.

Es todo ficticio, tal vez las campanadas han cambiado nuestro estado de ánimo y tal vez, no. Seguramente seguimos igual que ayer, pero con resaca o algo de sueño. Lo único cierto es que el calendario marca uno de enero de 2016. ¡Dosmil dieciséis!

Hasta la Odisea en el Espacio de Kubrick se queda entrañable como una mesa camilla, más cercana a los inventos de Julio Verne que a los iphone de Steve Jobs. Para este peatón que nació cuando la pana beige era moda y no un objeto de culto hipster, que tenía un padre con bigote que picaba y una madre que picaba la carne con su moulinex, esto parece ser ya el futuro. Tanto pensar en el día de mañana, el día de mañana, el día de mañana… Y resulta que es hoy. La vida es siempre otra vez.

Qué lejos queda el teléfono góndola con el que llamaba a mi abuela a estas horas para desearle feliz año nuevo. Y ella, a través de ese cable enrollado como tirabuzones de Shirley Temple, me deseaba siempre lo mismo: que pudiéramos felicitarnos durante muchos años.

Luego sonaba el timbre de la puerta y “la Paquita”, nuestra altísima vecina, pedía permiso para llamar a un familiar. Estiraba del cable para crear una especie de intimidad en el pasillo y bla bla bla. Luego nos felicitábamos en la misma puerta del rellano y se escuchaba alguna voz dentro del ascensor que gritaba “¡feliz año, vecinos!” No es nostalgia, es vida.

Ahora ando respondiendo con iconos de arbolitos y papásnoeles a todo el que me envía un whatsap. Pongo muchas sonrisitas y muchas estrellitas. Recibo corazones de varios colores y algún amigo más exótico añade cosas chinas que nunca consigo descifrar. Y entre bip-bip me sobreviene una especie de pena tecnológica porque no recuerdo la voz de algún amigo a fuerza de comunicarnos con teclitas todos los días.

Al final, echo de menos los gritos de aquel vecino desde dentro del ascensor y echo de menos también el timbre de la puerta con la vecina “Paquita” pidiendo poder hablar con su familiar.

Ahora, en un 2016 sin Presidente y sin teléfono góndola, empieza una sensación de novedad y algo parecido a las prisas. Todavía somos tan ingenuos que creemos que el paso de un año a otro puede cambiarlo todo. Pero hoy es como ayer. No ha cambiado nada. De la misma manera que sigue el calendario colgado en la cocina con un diciembre lleno de tachones, hoy es enero sin parecerlo.

Estimado Robert Zemeckis, tengo una petición para cerrar este texto: ¿puede pasarme las llaves del Delorean para volver a 1999 y decirle a mi abuela que la quiero? Solo será un momento. Ida y vuelta.