Fotograma de 'La casa', de Alex Montoya.

Fotograma de 'La casa', de Alex Montoya.

Cine

'La casa': crónica sentimental de la clase media española

Alex Montoya adapta una novela gráfica de Paco Roca sobre la reunión de tres hermanos que tienen que decidir si venden la casa de su infancia.

1 mayo, 2024 01:52

El valenciano Alex Montoya (1973) ha desarrollado gran parte de su premiada filmografía en el campo del cortometraje. El más difundido es Lucas (2012), nominado al Goya, que después él mismo convertiría en un largo nueve años después.

Contaba en esa película una perversa historia de manipulación en el juego cruel entre un hombre maduro (Jorge Cabrera) y un joven (Jorge Motos) con una complicada situación familiar al que utiliza para contactar con chicas y como dice él mismo “volver a vivir lo que has vivido”.

La casa es su tercer largometraje ya que en medio dirigió la fábula política Asamblea (2019), estrenada directamente en Filmin por la pandemia. En su nuevo filme, las relaciones familiares cobran toda su importancia en una película muy distinta a Lucas, ya que entonces se trataba de ver cómo un joven que se siente abandonado por los suyos acaba en las garras de un demente en un equilibrio quebradizo.

En La casa, vemos una familia razonablemente feliz, aunque ya se sabe, todas son felices del mismo modo pero infelices cada una a su manera según el citadísimo aforismo de Tolstoi.

La catarsis se produce cuando muere el patriarca, un modesto chófer que a base de tesón y mucho esfuerzo ha levantado la familia. Los hijos, dos hermanos y una hermana, tienen que reunirse en la vieja casa familiar, construida por el hombre prácticamente con sus propias manos, y decidir qué hacer con ella.

Son tres personas muy diferentes. Por un lado, el protagonista, José (el reciente ganador del Goya David Verdaguer) se presenta como el más exitoso. Novelista célebre, tiene como pareja a una agente literaria y va vestido como un urbanita cool.

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Por la otra, “los que se quedan”, su hermano mayor, Vicente (Oscar de la Fuente), un obrero que ha prosperado medianamente, y la pequeña, Carla (Lorena López), que lleva una vida plácida gestionando un restaurante cercano con su marido. Todo ello, en un pueblito valenciano, que no de costa, en el que han pasado su infancia.

Al regresar a esa casa y ese paisaje, los recuerdos, asaltan, y de manera continua los personajes rememoran escenas de una infancia modesta pero razonablemente feliz. En principio todos quieren vender la casa pero claro, el corazoncito también tira.

Rencillas, rencores y afecto

La idea de la casa como catarsis familiar es un clásico del cine sobre el asunto, en el que es especialista el cine francés. Lo vimos, por ejemplo, en Las horas del verano (2008), de Olivier Assayas, en la que también son tres hermanos, aunque de clase mucho más alta, los que deben decidir qué hacer con el viejo caserón familiar a la muerte de la abuela.

Como en el filme de Montoya, los personajes también se sumergirán en un pozo de nostalgia cuando regresen a sus lugares de infancia.

Bien interpretada y contada, La casa de Montoya plantea con sutileza las pequeñas rencillas y malentendidos que se dan en toda familia. El foco se pone en la relación entre los dos hombres. Por una parte, ese escritor que ha llegado a buen puerto pero al que su novia “sacó de las bares”.

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Por la otra, ese hermano mayor que de pequeño era el más prometedor y al que la crisis de 2008 obligó a vender uno de sus talleres irrumpiendo en una trayectoria próspera. El escritor, además, se siente culpable por haber desatendido al padre en sus últimos años de vida, cuando ha sido la hermana, que no siente rencor por ello, y en menor medida el mayor quienes se han ocupado de él en sus momentos más difíciles.

La casa veces le falta soltarse un poco el pelo y de sangre en una película que por momentos rezuma una verdad poética y nostálgica y en otros se pasa un poco con los violines.

Deja buen sabor de boca y hay secuencias de verdadera autenticidad como esa en la que los  tres hermanos deben abrazarse siete segundos y el fundido a negro alcanza ráfagas de emoción. La casa como símbolo de una unión frágil sin la presencia del padre pero también de la dificultad de decir adiós al pasado y asumir que la vida se renueva y no hay marcha atrás.