Coleccionar coleccionistas
Dice el viejo chiste que Mark Rothko se suicidó porque conoció a la gente que compraba sus pinturas. No ha quedado constancia de si fueron los coleccionistas privados los que le empujaron al abismo o los museos. En todo caso, se ha dicho que los museos de arte moderno ya no pueden permitirse el coleccionar arte, de modo que coleccionan coleccionistas con la esperanza de que se sientan halagados y donen las obras de su propiedad al museo. Se convierten en “amigos” del museo y se incorporan a los patronatos; los coleccionistas se sientan en comités y forman conciliábulos, que crean un fondo para engordar la cartera del museo. Al final, se bautiza a las salas con su nombre, y éste vive para siempre en la parte inferior de los rótulos en la pared de las obras que primero han donado y luego regalado. Es un sistema bueno y necesario cuando funciona, y los museos, igual que los artistas, deben sacar patrocinios de donde puedan.
Hoy en día, cada vez más coleccionistas -ya sean empresas o particulares- abren sus propias fundaciones para exponer las obras que poseen, y acaban eludiendo por completo a la institución pública, que queda abandonada, hambrienta de arte y mal financiada. Las ventajas tributarias se han trasladado a otro lugar. No existe un motivo real por el que el dinero privado no pueda crear una colección y organizar exposiciones con el mismo rigor que una institución pública, pero lo que el museo público de arte moderno y contemporáneo ofrece es al menos cierta ilusión de permanencia, y también da al público la sensación de que es algo que nos concierne a todos. De que esto nos pertenece. De que es nuestro. Ahora todos somos coleccionistas.
Hay individuos serios y comprometidos que han reunido colecciones respetuosas, coherentes y definidas (una de ellas, la Colección Herbert, con sede en Bélgica, se podrá ver en el MACBA el mes próximo); pero a algunos se les sube a la cabeza. Charles Saatchi, durante mucho tiempo el mayor coleccionista privado de Gran Bretaña, ha comprado y vendido una variedad de obras de arte tan apabullante en la últimas dos décadas que se le podría considerar menos coleccionista y más empresario. El entusiasmo de Saatchi y su hambre de arte y publicidad son innegables, pero también lo es su veleidad. Sin duda, a la Tate le habría encantado hacerse con las obras que compró hace una década o más, pero o no pudo o no tuvo la suficiente amplitud de miras como para adquirirlas en su momento. Hoy no se lo puede permitir.
A los museos se les critica si adquieren piezas desconocidas y se les maldice si compran a precios ridículos o excesivamente inflados en subastas o a marchantes. En cualquier caso, buena parte del arte de hoy será olvidada. ¿Quién sabe qué artistas serán recordados dentro de 100, o incluso de 10 años, y mucho menos contemplados con placer o curiosidad? Y la reputación del museo tampoco está asegurada de por vida. Los museos están plagados de errores, modas pasajeras y héroes locales cuyo interés es, como mucho, secundario, y en el peor de los casos, efímero. Los nombres vienen y van. Existe la posibilidad de caer en el olvido artístico, pero, ¿a quién corresponde decidir?
Los museos tienen unos fondos, espacios de exposición y capacidad de almacenamiento limitados, aunque lo único que desean muchos de ellos es hacerse más grandes. En Madrid, el Reina Sofía, el Prado y el Thyssen están ampliándose. La Tate Modern de Londres también. En 2005, el MoMA volvió a abrir sus puertas tras una enorme expansión, pero todavía no es lo bastante grande como para exhibir apropiadamente ni siquiera una parte de sus fondos, y está prevista una nueva ampliación. El MoMA siempre ha tenido la política de deshacerse de obras de “segunda fila” para adquirir obras mejores o más modernas. A veces sus elecciones resultan extrañas. Esto no ocurre en todas partes, aunque cada vez se verá más amenudo. La política del MoMA se ha descrito como un proceso “metabólico” constante, que reconoce que la permanencia no existe, ni siquiera en el museo.
La historia, como sabemos, es una construcción. Está creada a imagen de nuestra época, de nuestras necesidades, de nuestros mitos y aspiraciones, y esto no hace más que cambiar. Los museos por necesidad deben contar historias, de movimientos, de cambios en la forma de pensar, de relaciones formales y estéticas. Una exposición retrospectiva tiene que contar la historia de la evolución y los logros de un único artista. Existen formas mejores y peores de hacerlo. Y no es que la historia sólo cambie cuanto más nos acerquemos a nuestra época. También estamos revisando constantemente nuestra visión del pasado. Los museos convierten su mutabilidad en una especie de obsesión y lo peor es que la mayoría de sus errores los comenten en público.
Durante mucho tiempo, no se podía visitar un museo de arte contemporáneo sin tropezarse con las piedras de Richard Long. Hay que tener un Bruce Nauman o dos, un Jenny Holzer, una pared de Warhols, una horrible sala de vídeo de Bill Viola. No importa cómo se perciban todas estas cosas en conjunto. Allá va un Pipilotti Rist y por aquí un Sean Scully. ¡Basta ya, por favor!
Por mucho que ciertas figuras sean consideradas “artistas mundiales”, su presencia no siempre tiene sentido en todos los museos. Y no es bueno comprar obras simbólicas y menores, como si una colección fuese un listado de nombres o una sala de trofeos. La obra adecuada en el lugar adecuado cuenta más, al igual que el coleccionismo en profundidad. Un buen conjunto de obras cuenta más que un ejemplo aislado. No es como coleccionar mariposas. Los mayores museos -la Tate Modern, el Pompidou, el MoMA- sueltan mucha red y recogen tanto en amplitud como en profundidad, y son presa de las mismas rachas de avaricia y de los mismos entusiasmos pasajeros que cualquier coleccionista privado que, por supuesto, tiene todo el derecho a mostrarse tan caprichoso como le plazca. Pero no duden jamás que los mismos prejuicios y ofuscaciones débiles, los mismos encaprichamientos y romances fugaces que afectan a todo el mundo, incluso al crítico, también ocurren en los museos.
Se podría pensar que con el relevo constante de directores y conservadores estos problemas se anulan unos a otros. No es así. Al final surgen enredos e incoherencias y se acumulan deudas por un pasado malgastado. Los museos necesitan colecciones con las que puedan trabajar. También requieren cierto grado de independencia, tanto del Estado que les apoya como de los intereses de los mecenas que probablemente vayan a realizar donaciones. Cada museo tiene, además, una política propia de la que preocuparse: interna, en relación con el mundo internacional y nacional del arte, con el mecenazgo y con otros museos. El artista estadounidense Chris Burden una vez describió al museo como “la cabaña que alberga el arte”. Ojalá fuera cierto.
Aun así, al final lo que cuenta es el arte, y hay que hacer que las historias que relata también cuenten. Lo que realmente importa son los diálogos entre obras, los encuentros y enfrentamientos individuales. A fin de cuentas, lo que hace a un buen museo es el arte, la erudición y una dirección inspirada, la creatividad y la objetividad crítica que lo llevaron hasta allí y lo situaron frente a nosotros. Tampoco debemos obviar la pasión y la subjetividad. Unos espacios enormes, una buena iluminación y una colocación sensata influyen mucho. Pero resulta chocante lo visualmente analfabetas y descuidadas que son las exposiciones de muchos museos, allá donde uno vaya. La creación de una colección permanente también depende no sólo de una financiación adecuada, del empuje, el sentido y el buen ojo, sino del riesgo, la fe y, en mayor medida de lo que se suele reconocer, de la suerte. No existe el museo perfecto, ni la colección perfecta. Pero algunos son más imperfectos que otros.