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Destinos

Viena: la ciudad que aprendió a no olvidar

Arquitecto y narrador, Pedro Torrijos convierte cada destino en una historia inolvidable: crónicas de lugares extraordinarios donde la arquitectura, el urbanismo y la emoción se encuentran.

Por Pedro Torrijos
Publicada

Viena no avanza, flota. Es una ciudad suspendida entre siglos, donde las épocas no se suceden sino que se superponen, capa sobre capa, como en una excavación sin fin. En sus calles conviven el oro del Imperio, la geometría de la modernidad y las cicatrices del hormigón. Todo sigue ahí, simultáneo: el vals y el silencio, el mármol y la metralla, la belleza y su sombra. Es barroca y racional, imperial y vanguardista, monumental y nerviosa. Aquí se inventaron tanto el vals como el psicoanálisis, tanto la secuencia de Mozart como la disonancia de Schönberg. Pero hay otra capa que atraviesa la ciudad: la de su arquitectura, que ha sido siempre una conversación entre memoria y modernidad, entre lo que fue y lo que aún no sabe que será.

Para entender Viena, hay que mirar tres lugares: un templo del arte, una casa sin adornos y una fortaleza que se negó a morir. La Secession, la Looshaus y las torres Flak. Tres edificios que, cada uno a su manera, cuestionaron la idea de belleza y dejaron a la ciudad la tarea de reconciliarse con su propio pasado.

La cúpula que encendió el siglo XX

Secession, de Joseph Maria Olbrich.

Secession, de Joseph Maria Olbrich.

El primero está en Karlsplatz y brilla como un sol domesticado: la Secession, obra de Joseph Maria Olbrich, levantada en 1898 cuando el siglo XX asomaba apenas una pestaña. Fue financiada por Karl Wittgenstein, industrial del acero y padre de Ludwig, el filósofo que más tarde dedicaría su vida a la precisión del lenguaje. No es un detalle menor: tanto padre como hijo perseguían la pureza, la forma que se justifica a sí misma sin adorno ni retórica.

Olbrich quiso algo parecido, pero en arquitectura. La Secession no es un edificio “bonito” en el sentido vienés del término —ese que mezcla mármol, dorado y drama—, sino una caja blanca coronada por una cúpula de hojas doradas que parece flotar sobre el tejado. A medio camino entre templo y manifiesto, el edificio marcó una frontera invisible: de un lado, el peso del neoclásico; del otro, la ligereza racional que daría origen a la modernidad.

En la fachada, grabada en letras doradas, una frase resume toda la ambición de aquel grupo de artistas que decidió separarse de la Academia de Bellas Artes:

“Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit.”
A cada tiempo su arte, a cada arte su libertad.

Era un lema y una declaración de independencia. En lugar de rendir culto al pasado, aquellos jóvenes —Klimt, Hoffmann, Moser— querían crear una arquitectura que respondiese al tiempo presente. Su templo era también su ruptura. Y, como suele ocurrir en Viena, la ruptura terminó volviéndose tradición. Hoy la Secession sigue en pie, blanca y precisa, recordando que cada generación necesita construir su propio manifiesto, incluso si lo hace sobre los cimientos del anterior.

La casa que ofendió a un emperador

Apenas diez minutos a pie desde allí, en Michaelerplatz, hay otro manifiesto, pero en negativo: la Looshaus. Se terminó en 1909, obra de Adolf Loos, y fue quizá la primera edificación del planeta que se atrevió a eliminar por completo el ornamento. Nada de molduras, guirnaldas o frisos. Solo piedra, proporción y ventanas.

Hoy es patrimonio nacional y uno de los edificios más admirados del país, pero cuando se inauguró fue detestado. El emperador Francisco José, que vivía justo enfrente, decía que era tan feo que prefería correr las cortinas antes que mirarlo desde el Hofburg. No era una metáfora: lo hizo de verdad. En el contexto de una ciudad acostumbrada al exceso visual, la Looshaus fue un escándalo moral.

Edificio Looshaus en Michaelerplatz.

Edificio Looshaus en Michaelerplatz.

Loos jugó con esa provocación. En la planta baja, revestida de mármol verde y columnas dóricas, mantuvo una elegancia clásica, casi conciliadora: era el espacio público, la zona de intercambio. Pero en las plantas superiores, destinadas a vivienda y trabajo, eliminó todo adorno. Quería que el interior fuera un lugar libre de retórica, una vida sin máscaras.

Cuando el Ayuntamiento lo obligó a añadir algo de decoración, Loos accedió con ironía: colocó jardineras con geranios en las ventanas. Siguen ahí, persistiendo como una sonrisa sarcástica del modernismo sobre el rostro de la tradición.

De aquella tensión —entre la base ornamental y la cima desnuda— surgió su ensayo más célebre, Ornamento y delito, donde proclamó que decorar un edificio era un signo de atraso cultural. Puede sonar extremo, pero de ese gesto nació buena parte del pensamiento arquitectónico del siglo XX. Desde la Looshaus, la modernidad no solo era un estilo: era una ética. Una forma de mirar el mundo sin la anestesia de la belleza heredada.

La materia del miedo

Y sin embargo, la memoria no siempre se expresa con líneas limpias o superficies blancas. A veces se levanta en bloques de hormigón armado y se queda ahí, sin pedir perdón.

En el corazón del parque Augarten, al norte del centro, se alza una mole gris que parece de otro planeta: la Torre G, una de las seis torres Flak que los nazis construyeron en Viena entre 1942 y 1945. Fortalezas antiaéreas diseñadas para resistir cualquier bomba imaginable. Son, literalmente, arquitectura bélica total: muros de hasta seis metros de espesor, plataformas para cañones antiaéreos, galerías donde podían refugiarse miles de personas.

El hormigón de Viena venía de Mannersdorf, la arena del Danubio y la mano de obra de los prisioneros de guerra. En menos de tres años, la ciudad tenía seis colosos dispuestos en triángulo —Augarten, Arenbergpark, Esterházypark— con la catedral de San Esteban justo en el centro, como si la geografía misma hubiese sido militarizada.

Cuando la guerra terminó, los aliados intentaron volarlas. No pudieron. Las torres eran tan densas que destruirlas habría supuesto arrasar medio barrio. Así que las dejaron allí, como cicatrices que nadie sabía si cerrar o exhibir. Durante décadas fueron un problema moral: demasiado feas para admirarlas, demasiado sólidas para demolerlas, demasiado comprometidas para celebrarlas. Hasta que Viena decidió lo más inteligente: convivir con ellas.

Una alberga hoy un acuario —el Haus des Meeres—; otra se usa como mirador, otra como almacén o centro cultural. En cada caso, el mismo gesto de reconciliación: resignificar. Donde antes se disparaban proyectiles, ahora suben familias a ver peces tropicales. No se trata de olvidar, sino de superponer usos, de hacer que la vida cotidiana erosione la carga simbólica hasta volverla habitable.

En su brutalidad hay algo inquietantemente puro, una especie de preludio involuntario del brutalismo de posguerra: geometría, masa, silencio. Las torres Flak son los fósiles de un futuro que nació en medio de la destrucción. Y, sobre todo, son la prueba de que la memoria no siempre se conserva con solemnidad: a veces se conserva con obstinación.

Viena ha entendido que el pasado no se borra con dinamita, sino con memoria activa. No se trata de venerar ni de castigar, sino de integrar. Las torres siguen siendo lo que fueron, pero ahora también son lo que hacemos con ellas.

Tres edificios, tres tiempos, tres maneras de entender la ciudad. La Secession, que proclama la libertad del arte. La Looshaus, que limpia el ornamento del alma burguesa. Y las torres Flak, que nos obligan a mirar lo que preferiríamos no ver. Entre ellos late la misma intuición: que la belleza, la ética y la memoria pueden convivir en un mismo plano, como si Viena fuese un pentagrama donde las notas del pasado no se borran, solo se reinterpretan.

Y ya que estamos en Viena —la ciudad que inventó la tarta Sacher, el vals y la idea de que un café puede ser un refugio metafísico—, conviene recordar un último detalle doméstico: el croissant, ese símbolo parisino por excelencia, nació aquí. Se llama Kipferl y, según la leyenda, lo crearon los panaderos vieneses para celebrar la derrota del Imperio Otomano. Tenía forma de media luna: un bocado para devorar al enemigo. París se lo apropió, lo refinó, lo exportó. Pero su origen sigue siendo vienés, como tantas cosas que el mundo cree francesas, modernas o universales.

En eso también, Viena sigue siendo fiel a sí misma: la ciudad que inventa el futuro sin dejar de hablar con sus fantasmas.