Viajes

Angkor, a la medida de los dioses

Engullidos por la jungla, estos templos Patrimonio de la Humanidad desvelan el fabuloso legado en piedra del imperio jemer.

2 septiembre, 2016 18:11
Luis Davilla Elena del Amo

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A sus olvidadas ruinas se las tragó la selva y así, ocultas bajo un tupido manto de musgos y árboles descomunales, se las topó por sorpresa en 1859 el naturalista Henri Mouhot mientras perseguía una mariposa rara en sus exploraciones por la actual Camboya. Más o menos así pasó a la posteridad el “descubrimiento” de Angkor. La idea de una especie de Indiana Jones rescatando del anonimato tesoros arqueológicos por tierras exóticas siempre funcionó, y parece que caló aquello de “no dejes que la realidad te estropee una buena historia”. Lo cierto de ésta es que, mucho antes que Mouhot, una larga ristra de occidentales había pisado ya estos templos cuya existencia, además, conocían de sobra los locales. Lo que al menos no se le puede negar al francés es el mérito de haberlos descrito como jamás antes se había hecho y, con el interés que suscitaron sus hallazgos en la Europa de la época, haber suscitado el interés por maravillas de la talla de Angkor Wat, Angkor Thom o Tah Prohm.

Bajo la maleza aguardaba a ser desbrozada la monumentalidad vencida del imperio jemer, cuyos reyes de atribución divina encumbraron entre los siglos IX y XV una de las civilizaciones más sofisticadas del sureste asiático. Cada monarca, al subir al trono, fundaba una ciudad nueva a ser posible más opulenta que la de su antecesor, de las cuales sólo sobrevivieron a los siglos los palacios, santuarios y demás construcciones en piedra. Angkor o la capital, como sugiere el término en sánscrito del que proviene su nombre, es la suma de aquella treintena de ciudades hechas a la medida de los dioses. Al inmenso recinto de unos 400 km2 que las contiene habrá como mínimo que dedicarle dos o tres días. Sólo así podrá admirarse al menos lo esencial.

Lo mejor sería agenciarse en el cercano pueblo de Siem Reap –donde se concentran los hoteles– un conductor de tuc-tuc con el que acordar las visitas. Pasar el día entero en las ruinas, dada su extensión y el calor sofocante, es poco menos que maratoniano. Lo suyo: enfilar hacia ellas a primerísima hora para evitar en lo posible tanto la canícula como las hordas de visitantes, disfrutar las tórridas horas centrales del día dándose un chapuzón en el hotel o un masaje en los mil y un locales ad hoc repartidos por la villa, y regresar al recinto cuando el sol haya concedido algo de tregua para disfrutarlo bajo las mejores luces del atardecer.

Será poderosa la tentación de, antes de nada, acercarse a presentarle sus respetos a Angkor Wat, la joya de la corona, pero es sabio contenerse y reservarse para el final la ascensión a sus cinco torres en forma de flor de loto, reflejadas en las aguas del estanque a sus pies y horadadas por galerías ante cuyos delicadísimos bajorrelieves de apsaras o sonrientes ninfas todavía hacen los monjes sus ofrendas de flores e inciensos. Los criterios con los que aproximarse a Angkor quedan sin embargo a gusto del consumidor. Quizá siguiendo el orden cronológico en el que fueron erigidos sus templos para apreciar la evolución de su estilo y los cultos a los que se consagraban, hinduista o budista, según la fe del monarca de turno. Quizá enfilando por las rutas del circuito grande o el circuito pequeño que aparecen perfectamente descritas en los panfletos que se regalan por Siem Reap y que todo conductor de tuc-tuc que se precie se conoce al dedillo. O simple y llanamente dejándose guiar por la intuición.

De una forma u otra no podrán obviarse maravillas como la ciudad amurallada de Angkor Thom, con las torres y los fenomenales relieves del templo de Bayon, el de Baphuon y las fabulosas terrazas esculpidas del Rey Leproso y de los Elefantes; templos injustamente algo menos solicitados como el de Preah Khan, Preah Rup o Banteay Kdey; o, sobre todo, el enigmático y emocionante de Ta Prohm, donde las lianas y raíces de los árboles que le crecieron alrededor al ser abandonado envuelven sus moles pétreas, mostrándolo tal y como debieron encontrárselo los exploradores del XIX.

Guía práctica

 Cómo llegar

Vuelos desde varias ciudades españolas a Bangkok, con una escala, a partir de unos 500 € con compañías como Qatar Airways o Etihad. Desde la capital tailandesa puede volarse a Siem Reap desde unos 100 €, también ida y vuelta, con Air Asia o Thai Smile.

Cuándo ir

Angkor se puede visitar en cualquier época, aunque la temporada más agradable va de noviembre a febrero, con menos calor y humedad.

Dónde dormir

La oferta hotelera en las proximidades de los templos es amplísima y para todos los presupuestos. Interesa más, en cualquier caso, alojarse en el centro de Siem Reap que en los novísimos hoteles que flanquean la carretera que va al aeropuerto, ya que así podrá irse caminando a los mercados, restaurantes y demás locales del pueblo. Desde hoteles de lo más exclusivo, como La Résidence d’Angkor, un oasis con toque colonial rodeado de jardines, hasta un buen reguero de hostales, pensiones y albergues donde los mochileros hacen noche por incluso menos de 10 €.

Entrada a los templos

Abren de cinco de la mañana a seis de la tarde y en sus accesos se compran las entradas al recinto, que cuestan 20 $ la de un día, 40 $ el pase de tres días y 60 $ el de siete. Si se dispone de más de un par de días, conviene acercarse a otros templos más alejados como el misterioso Beng Mealea.

 

Compras

Verdaderamente irresistibles por su belleza y sus precios –siempre regateables–: pañuelos, cojines o colchas de algodón o seda, esculturas en madera o en piedra, bisutería y joyas de oro y plata, especias, inciensos, tés de infinidad de sabores, bandejas y cuencos lacados o álbumes en papel natural, amén de todo tipo de imitaciones y ropa de marca supuestamente auténtica a precio de ganga.

Más información

Turismo de Camboya.