Hace ahora cincuenta años, la imagen de un Arias Navarro lloroso y compungido se repetía en todas las televisiones, entonces en blanco y negro. "Españoles, Franco ha muerto". Y con esas cuatro palabras, el curso de nuestra historia y de nuestras vidas cambiaba para siempre.

Mi recuerdo de esa época supongo que es el mismo que el de todos los niños y niñas de entonces. Con ocho años y a punto de cumplir los nueve, aquello lo primero que significaba eran unos cuantos días sin colegio, lo cual siempre era un motivo de alegría. Bendita inocencia.

No obstante, tampoco sabía mucho más del tema. Franco era un señor que mandaba mucho, casado con una señora a la que parece ser que le gustaban mucho los collares, y no precisamente los de macarrones que hacíamos en los trabajos manuales. Y del resto de cosas, ni se hablaba.

Las madres se quedaban en casa haciendo lo que en los documentos oficiales constaba como 'Sus Labores' porque las cosas eran así, aunque las niñas de la época ya tuvimos la "suerte" de poder estudiar y hacer una carrera.

Y entrecomillo lo de "suerte" porque eso era lo que nos repetían, que ya les vale considerar que ejercer uno o varios derechos -la igualdad y la educación, pasando por la dignidad de la persona- es una suerte.

Y por descontado, había que ir a la Iglesia para todo. O fingir que se iba, al menos. Al nacer, para bautizarse; en la época adulta, para casarse, y a la vejez, para el entierro, pasando por la primera comunión, la confirmación y las misas de los domingos.

Que aquello no era bueno debería saltar a la vista. Que la libertad y la igualdad brillaban por su ausencia, también. Pero tampoco hay que olvidar que, si este país pudo salir adelante con una cierta prosperidad económica que acabó arrojando a la zona de confort a mucha gente -Virgencita, que me quede como estoy-, es porque antes se había provocado una guerra y después una dura posguerra precisamente por los mismos que luego sacaban pecho por lo que se había logrado.

Y esta parte es la que parece que parte de las nuevas generaciones no comprenden, probablemente porque no se les ha enseñado. La Guerra Civil no apareció por generación espontánea, sino porque la provocaron quienes luego se asentaron en el poder durante cuarenta larguísimos años.

Si una lee los resultados de las últimas encuestas, es para echarse las manos a la cabeza. Buena parte de la juventud mira a aquel período con complacencia, incluso con una nostalgia imposible, puesto que jamás la vivieron. Y, mientras, son todavía miles de personas las que ni siquiera tienen una tumba donde llorar a sus muertos.

Hace cincuenta años que todo aquello debería haberse acabado, pero aún quedan muchas cosas por resolver. Y no podemos pedir a quienes lo perdieron todo que pasen página como si nada hubiera pasado.

Por una de esas casualidades de la vida, el 20 de noviembre también se conmemora otro aniversario, el del inicio de los juicios de Nuremberg. Un proceso que condenó sin paliativos el régimen nazi y que fue el principio de un Derecho Internacional que ahora tiembla por su supervivencia. Y no podemos permitir que ni unos ni otros hechos se repitan.

Es bien conocido el dicho de que el pueblo que no recuerda su historia está condenado a repetirla. Una cita del filósofo español George Santayana aunque hay quien la atribuye a Winston Churchill. Pero, lo dijera quien lo dijera, era una verdad como un templo. Ojalá le hiciéramos caso de una vez por todas.