Leía esta semana sobre las revelaciones vergonzantes de la pose constante del panorama político. Nuestro Charlie Bravo Papa Tortilla de Patata, Leire, Cerdán el inocente… Y en esas, me da por ponerme metafísico y me acuerdo de Satán.

Existe una contienda de la que todos participamos, cuyo campo de batalla no es el ágora público ni el frontis de la historia, sino la geografía del alma: el desafío ético no reside en la victoria sobre las circunstancias externas, sino en la negativa a ser definido por ellas.

No desesperen. Voy a un sitio. Déjenme desarrollar.

Esta autarquía moral, este estoicismo revestido de fuego, es la única cota de malla que el individuo posee para garantizar la brújula que, por ósmosis, debería cimentar el frágil orden social. Y no lo hace porque somos terribles como conjunto.

La literatura clásica nos ha legado en el Satán de John Milton (en su obra el Paraíso Perdido) la máxima expresión de esta soberanía innegociable. Arrojado a la más abyecta de las topografías; condenado al exilio eterno y al dolor sin paliativos; su figura se yergue no por su virtud, sino por la magnitud de su voluntad.

Su circunstancia es el Infierno, el fracaso absoluto. Sin embargo, su respuesta es un desafío que resuena como el grito fundacional de la dignidad: "Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo." El personaje prefiere la absoluta libertad en la miseria al yugo servil en la opulencia.

El escenario es el desastre, pero el espíritu se arroga el derecho a mantener su cetro inmaculado. La lección es de una pureza implacable: la libertad no es una dádiva geográfica, sino una decisión ontológica y muy individual.

Esta sublimidad moral se deshace al ser contrastada con la arena de nuestra contemporaneidad. Si la épica de la antigüedad se medía en la caída de ángeles o en el destino de reinos, la nuestra se consume en el crisol de la minucia del “dónde está la bolita”. La atención pública se ve diariamente drenada por la tiranía de la anécdota, por el pulso constante de la nimiedad que confunde el debate con el escarnio.

Un ejemplo: la figura de la fontanera, o del inocente, o cualquier otro nombre arrastrado a la palestra mediática, es consumida en un ciclo de "pamplinas políticas" que no exigen coraje, sino tan solo la resistencia al aburrimiento. La política, en lugar de ser el arte de lo posible, se ha convertido en el arte de lo prescindible.

La ironía es hiriente y la desmoralización, palpable: los estándares de resistencia moral que nos enseña la literatura clásica, que exigen la capitanía del alma frente a la condenación eterna, quedan infinitamente lejos de los escasos estándares éticos exigidos para el espectáculo político actual. La lucha no es ya por el libre albedrío, sino por el reparto de cuotas de poder o por la viralidad de un titular de baja estofa que, además, es interesado y mentiroso. Es un tránsito de lo sublime a lo patético, una renuncia al peso gravitatorio de la trascendencia.

La importancia de no perder la brújula, por tanto, se convierte en un acto de disciplina intelectual. El individuo, para sostener su mejor versión, debe ejercer la humilde contención no solo ante la soberbia, sino ante la trivialidad.

Negarse a ser víctima de la escena política es, en esencia, la epopeya del ciudadano ilustrado. Solo reafirmando esa libertad interior, esa autonomía del juicio que Satán defendió en su exilio podemos garantizar que el orden social no se desmorone.

El verdadero acto subversivo no es gritar, orates, en el ágora, sino mantener innegociable la soberanía de la mente.