Se acerca un verano más, y de nuevo nos encontramos ante un clásico de todos los estíos. En cuanto empieza a apretar el calor, nos empiezan a torpedear con anuncios de toda clase de remedios milagrosos para perder kilos, para reafirmar las carnes, para hacer desaparecer las arrugas o para borrar las manchas. Todo para convencernos de que nuestro aspecto no es el que debiera y que hay que tomar medidas para cambiarlo sí o también.

Eso no es bueno. Porque, más allá de la necesidad de cuidarse por cuestiones de salud, y por sentirse bien por dentro y por fuera, no podemos convertir el culto al cuerpo en el único objetivo de nuestras vidas. Y eso, que es preocupante para cualquiera, es especialmente peligroso cuando de gente joven se trata.

Es evidente que vivimos en una sociedad donde la imagen tiene una importancia esencial, probablemente excesiva.

Las redes sociales se llenan de mensajes de influencers que nos saturan de mensajes sobre dietas milagrosas sin ningún control médico, ejercicios agotadores que son de todo menos saludables, recetas de dudoso valor nutritivo y, sobre todo, de estereotipos físicos que resultan inalcanzables para el común de los mortales.

Y, para acabarlo de arreglar, tamizado por la existencia de filtros y retoques que ofrecen imágenes de todo punto irreales.

¿De verdad es tan necesario tener unas medidas supuestamente perfectas? ¿Es tan terrible tener michelines, o celulitis o arrugas? ¿Es un delito de lesa humanidad tener barriga, o cartucheras? ¿Hemos de tener un cutis de veinte años cuando hace muchos que dejamos esa edad atrás?

La respuesta es obvia para cualquier persona con dos dedos de frente. Pero el problema es que no hay recetas milagrosas para tener dos dedos de frente. Ni interés en encontrarlas.

Aunque no se hable tanto de ello como se debería, los trastornos de la alimentación son un grave problema, sobre todo en personas jóvenes, aunque pueden aparecer a cualquier edad.

Hay quienes están dispuestos a machacar su cuerpo hasta extremos inimaginables con tal de lograr un ideal físico que no existe y que, desde luego, nada tiene de ideal. Y todo este machaque para recordarnos que tenemos que torturar a nuestros cuerpos porque no entran en determinados cánones no hace sino potenciar estos trastornos que tan peligrosos pueden llegar a ser.

Si se trata de alcanzar un ideal, ninguno mejor que el de aceptar nuestro propio cuerpo. Ni todo el mundo puede ser modelo de pasarela, ni ganas de serlo.

Y, si de mejorar alguna parte de nuestro cuerpo se trata, deberíamos probar con una a la que no se hace tanto caso, el cerebro. Echo de menos recetas milagrosas para aumentar la cultura, para cultivar la imaginación o para sacar más partido a nuestras neuronas.

Y mira que es fácil. Un buen libro, sin ir más lejos, nos hará mucho más bien que mil abdominales y una buena obra de teatro puede tener un influjo más positivo que quinientas sentadillas. Y, sin duda alguna, son más sanas las arrugas que se nos hacen en los ojos y la boca al reír de buena gana que el rictus inexpresivo de quien se empeña en borrar el paso del tiempo de su cara.

Y es que, a lo mejor, habría que dar la vuelta al conocido dicho de mens sana in corpore sano y empezar a cultivar la mente para ayudar al cuerpo, y no al contrario. Si así lo hiciéramos, nos daríamos cuenta de que ni la celulitis, ni las arrugas, ni las manchas en la piel son pecado mortal. Y que, por tanto, no tenemos que hacer lo imposible para que desaparezcan ni sentirnos culpables por no conseguirlo.

Así que no nos obsesionemos. Un cuerpo bonito no vale nada si el cerebro está hueco. Y, menos aún, si lo está el alma.